sábado, 26 de junio de 2021

¡Adiós, mascarilla, adiós!

Después de 401 días, hoy en España se permite no llevar mascarilla en espacios abiertos. En Italia será el lunes 28. Algo tan simple como retirar un adminículo de la nariz y la boca se ha convertido en un símbolo de libertad. Casi podríamos decir que es la fiesta de la identidad recobrada. Un rostro cubierto significa una identidad a medias. Toda mascarilla tiene algo de máscara; por lo tanto, de encubrimiento, de falsa o impostada identidad. Durante más de 400 días hemos vivido, en cierto sentido, siendo lo que no somos. 

Todo esto puede sonar un poco hiperbólico, pero cuando se trata de un fenómeno que no se circunscribe a uno o pocos individuos, sino que abarca a países enteros, entonces es mucho más que una anécdota. Se convierte casi en un signo de nuestro tiempo. Durante más de un año hemos vivido a medio gas. Que ahora, de la noche a la mañana, nos desprendamos de la mascarilla no significa que hayamos derrotado al virus y que todo esté resuelto, pero hay acciones que tienen una fuerte carga simbólica. Si la mascarilla fue el signo por antonomasia de la ritualidad pandémica, su retirada se convierte en signo de “nueva normalidad”, aunque este año no se utiliza ya esta expresión que hizo fortuna el verano pasado.

Para mí este día coincide con el 39 aniversario de mi ordenación sacerdotal en la encantadora Segovia. Aquel día nadie me obligó a llevar mascarilla, pero me impusieron la estola al modo sacerdotal y la casulla, que simbolizan la ministerialidad presbiteral en la Iglesia. Ya sé que la identidad presbiteral no consiste en vestirse de una manera u otra. Jamás se me ha ocurrido pensar que la verdad de la Eucaristía, por ejemplo, dependa de la casulla que lleve el sacerdote que la preside. Y, sin embargo, a medida que pasa el tiempo, descubro la importancia de la ritualidad como expresión y factor de identidad. Es este un tema sobre el que se ha investigado mucho. A menudo lo banalizamos. Sin embargo, las personas y pueblos con baja y pobre ritualidad suelen ser personas y pueblos con una identidad diluida. 

No me gusta que se ridiculicen símbolos colectivos como la bandera, el himno, las fiestas, etc. Detrás de una aparente iconoclastia liberadora, se suele esconder un desprecio de la identidad colectiva, de los vínculos que nos conectan. Lo dia-bólico consiste precisamente en romper las conexiones; lo sim-bólico, en restaurarlas. Cuando la Iglesia o el Estado pierden su ritualidad, los seres humanos nos inventamos “nuevas” ritualidades que nos conecten o, por lo menos, que nos agreguen. Se podrían multiplicar los ejemplos. Se diría que en tiempos de feroz individualismo no necesitamos muchos ritos colectivos, pero es quizás en este tiempo donde una nueva ritualidad puede liberarnos del suicidio cultural. La Iglesia siempre ha sido creadora o recreadora de ritos. En los últimos tiempos también ella padece una suerte de anorexia ritual que le está pasando factura. Basta mirar a las nuevas generaciones. Lo que no encuentran en las iglesias lo buscan en los megaconciertos o en los estadios. 

Todo esto me viene a la mente a propósito de la familiar mascarilla. Lo que hace 400 días parecía casi un artículo de lujo, con el paso del tiempo se ha convertido en un producto de primera necesidad. A las mascarillas quirúrgicas del principio, sobrias y escuálidas, les han seguido miles de mascarillas de texturas y diseños variopintos. Por arte y magia de la pandemia, la mascarilla ha devenido un objeto de moda hasta el punto de hacer verdad en algunos casos aquel viejo dicho de que “todo lo que nos tapa nos favorece”, como si la identidad velada fuera más atractiva que la patencia de lo que somos. 

En fin, que empezamos la estación estival con un fardo menos y un deseo más: el de superar la pesadilla de este tiempo para centrar nuestras energías que proyectos constructivos. He leído que algunas personas tienen miedo a desprenderse de la mascarilla porque se ha convertido para ellas como en una segunda piel. No es mi caso. Estoy deseando salir a la calle a rostro descubierto, aunque soy consciente de que la prudencia seguirá dictando en qué ocasiones es necesario seguir usando el viejo tapabocas (o barbijo, como lo denominan en algunos países de Cono sur).

La entrada de ayer, dedicada a la película sobre Claret, registró el doble de visitas que una entrada ordinaria. Se ve que la vida del arzobispo misionero sigue interesando. ¡Ojalá llegue pronto a los cines en varios países! Os iré informando en este blog de cómo están las cosas. Feliz fin de semana.



1 comentario:


  1. Felicidades Gonzalo, por este aniversario... te acompaño en la acción de gracias por tu sacerdocio.... Gracias por la fuerza con que lo vives y transmites.
    Me gusta que hasta de “las mascarillas” sabes encontrar y darnos una visión positiva que nos ayude en nuestra vida personal…
    La gente se siente todavía muy insegura… De momento, desde mi lugar de trabajo, estoy viendo la calle y la mayoría de personas pasan con la mascarilla puesta… Hay mucho miedo e inseguridad en el ambiente. Poder sacar la mascarilla, aceptándolo, nos ayuda a liberarnos de una presión de las muchas que se nos imponen. Ojalá podamos decirle adiós para siempre.
    Escribes “Un rostro cubierto tiene algo de máscara”… y es verdad, ¡cuántas expresiones han quedado diluidas! Expresiones de alegría, pero también de rabia, de tristeza… y cuando se añaden las gafas de sol, incluso escondemos la expresión de los ojos, a través de los cuales se manifiestan muchos sentimientos.
    Un abrazo


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