domingo, 2 de agosto de 2020

El milagro de la compasión

Este XVIII Domingo del Tiempo Ordinario viene cargado de pistas para afrontar la situación que estamos viviendo. San Pablo, en la carta a los Romanos, nos habla de siete situaciones que a veces pueden separarnos del amor de Dios: “la tribulación, la angustia, las persecuciones, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada” (Rm 8,35). Quizás en el contexto actual podríamos añadir otras situaciones a la lista paulina: la pandemia, la sensación de que hemos sido abandonados, el temor al futuro, etc. La conclusión de Pablo es clara: “Estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Rm 8,37-39). Sin esta fuerte convicción, es humanamente imposible hacer frente a las amenazas que estamos sufriendo. Nos venimos abajo con facilidad. Pero ¿cómo se está manifestando hoy este amor de Dios cuando muchos hombres y mujeres no lo perciben? El Evangelio de este domingo nos ofrece una clave.

Jesús experimenta algo parecido a lo que hemos experimentado nosotros en los meses duros del confinamiento. Al enterarse de que su pariente Juan el Bautista había sido decapitado, se retira a un lugar solitario. Creo que también muchos de nosotros hemos experimentado esta necesidad cuando nos iban llegando las noticias de parientes o conocidos que enfermaban o morían. La soledad nos permite digerir la avalancha de impactos, pero no se puede prolongar por mucho tiempo porque la vida sigue con sus reclamos. La multitud busca a Jesús, necesita su energía sanadora. ¿Cómo reaccionar ante las necesidades de la gente? Hay una doble respuesta. Los discípulos se sienten desbordados; por eso, sugieren a Jesús que despida a todos para que busquen alimento en las aldeas vecinas. Suele ser la misma reacción que adoptamos nosotros cuando nos abruman los problemas familiares o sociales: “¡Que me dejen en paz, bastante tengo yo con mis asuntos como para ocuparme de los ajenos!”. Es una reacción defensiva que se escuda en el “sálvese quien pueda”. Jesús, por el contrario, reacciona con una enorme compasión. En realidad, el verbo griego utilizado significa que se le removieron las entrañas. No puede despedir a la gente hambrienta. Pero ¿qué hacer? ¿Cómo se da de comer a una multitud en un lugar desierto? Estas preguntas tienen traducciones contemporáneas: ¿Cómo se resuelve el problema del hambre en el mundo? ¿Qué hacemos con los millones de personas a los que la pandemia ha dejado sin trabajo? Jesús no duda. Frente a la tentación de los discípulos de escurrir el bulto, les confía una misión: “Dadles vosotros de comer”.

No hay proporción entre las necesidades y los recursos. Es normal que los discípulos se sintieran impotentes. Jesús no les pide milagros ni complicadas estrategias. Les pregunta por lo que tienen: cinco panes y dos peces. Este número siete, símbolo de perfección, es el punto de partida para una “multiplicación” que desafía las matemáticas para adentrarse en el territorio de la solidaridad. Cuando estamos dispuestos a compartir lo poco que tenemos, Jesús hace el “milagro” de que llegue a todos. En este relato simbólico se nos ofrece la clave para afrontar los problemas de hoy. Las profundas desigualdades de nuestro mundo no se resuelven a golpe de planes quinquenales o de números de magia, sino de solidaridad fraterna. Cuando estamos dispuestos a compartir lo que cada uno tenemos, el pan se multiplica, alcanza a los 7.800 millones de seres humanos. Como esta solidaridad está siempre amenazada por el egoísmo, necesitamos alimentarla con ese “pan superesencial” que es la Eucaristía. En el relato de Mateo hay una alusión explícita a los verbos eucarísticos. Se dice que Jesús, “tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente”. Nunca nos va a faltar este “pan del cielo” (panis angelicus) para mantener viva nuestra capacidad de convertirnos en pan para los demás. Siempre habrá “doce cestos llenos de sobras”. La sobreabundancia está asegurada.



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