martes, 18 de agosto de 2020

No perder el Norte

En los meses de marzo y abril, asustados por los golpes súbitos de la COVID-19 y por el temido colapso del sistema sanitario, todos adoptamos una actitud disciplinada y hasta temerosa. Cinco meses después, se relaja la tensión y se multiplican los efectos colaterales de la pandemia. A las puertas de un nuevo curso académico, todavía no sabemos cómo se va a desarrollar. En Madrid, unas dos mil personas se manifiestan en contra de la obligatoriedad del uso de las mascarillas desde una posición negacionista. En España muchos se preguntan por qué se están produciendo tantos rebrotes cuando la enfermedad parecía controlada hace un par de meses. Abundan en Internet las opiniones más disparatadas acerca de lo que se debe y lo que no se debe hacer. Asociaciones de científicos y médicos se enojan con quienes difunden recomendaciones sin la menor base científica. El hartazgo en el que estamos entrando es el caldo de cultivo ideal para todo tipo de extravagancias. Algunas pueden ser indicadores de deterioro mental o -por decirlo de forma más llana- de que estamos perdiendo el Norte.

Ya sé que soy un poco reiterativo en este punto, pero, a medida que me encuentro con más gente de diversas edades y condiciones, más me doy cuenta de que estamos viviendo como a medio gas. Muchos se sienten desorientados, confusos y deprimidos. No saben cómo comportarse. Albergan muchas dudas con respecto al futuro. ¡Y eso que estoy pasando unos días en un pueblo en el que los que se dedican al turismo llevan más de un mes “haciendo su agosto”! El hecho de que muchas personas hayan optado este año por el turismo rural y por la compra o alquiler de autocaravanas ha proporcionado una inyección de oxígeno a los comercios, bares, casas rurales y hoteles de los pueblos. Con todo, la atmósfera es pesada, la tristeza impregna todo. Incluso los jóvenes, más habituados a superar pronto los estados anímicos bajos, acusan el zarpazo. Muchos temen las consecuencias de la previsible segunda ola en el próximo mes de septiembre. El gurú Bill Gates, que ya vaticinó en 2015 la posibilidad de una pandemia, dice ahora que los países ricos no recuperarán la normalidad hasta finales de 2021. En el caso de los pobres, la fecha salta hasta finales de 2022 o 2023. Las consecuencias emocionales y económicas están siendo devastadoras.

En un contexto tan volátil, ¿cómo no perder el Norte? ¿Cómo no dejarnos abatir por estados depresivos o embalarnos en decisiones infundadas? Lo primero que necesitamos es conocer la realidad de la manera más objetiva posible, lo cual no es nada fácil. Los cinco meses de pandemia han estado caracterizados por bandazos en la información y en las medidas adoptadas. Es necesario hacer caso a los expertos en la materia y renunciar a convertirnos todos en epidemiólogos aficionados.  En segundo lugar, necesitamos pocas normas, claras y, en la medida de lo posible, universales. Aunque la situación no es la misma en todos los países, regiones y ciudades, no ayuda nada a contener el virus y crear serenidad, la multiplicación de medidas a veces contradictorias. En tercer lugar, no debemos renunciar a la vida laboral y social con tal de que adoptemos las medidas recomendadas en cada caso y contexto. Si lo hiciéramos, contribuiríamos a agravar la crisis y abriríamos otros frentes de preocupación. Finalmente, nunca debemos minusvalorar el poder de la oración de intercesión. Ayer celebrábamos en muchos lugares la fiesta de san Roque, protector contra la peste y las epidemias. Es probable que su sola mención haga reír a muchos. No parece propio del siglo XXI recurrir a la intercesión de los santos para resolver problemas que competen a la ciencia. Personalmente, no soy muy dado a este tipo de oración. Sin embargo, creo que la intercesión de quienes viven en Dios tiene una eficacia que sobrepasa cualquier explicación racional. Echo de menos el recurso a esta vía, teniendo en cuenta que el mismo papa Francisco lo ha hecho en varias ocasiones a lo largo de los últimos meses, sobre todo en aquel célebre momento de oración en la tarde lluviosa del 27 de marzo. El Cristo crucificado de la iglesia de san Marcelo y el icono de la Salus Populi Romani llenaban de sentido la plaza de san Pedro vacía.

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