jueves, 20 de agosto de 2020

La amabilidad es contagiosa

Cuenta Leonardo Boff, el conocido teólogo brasileño, que una vez preguntó con su inglés rudimentario al Dalai Lama cuál era la mejor religión. Boff imaginaba que la respuesta iba a ser “el budismo tibetano”. Sin embargo, el Dalai Lama le contestó: “La mejor religión es la que te aproxima más a Dios, al Infinito. Es aquella que te hace mejor”. Entonces, Leonardo Boff añadió otra pregunta: “¿Y qué es lo que me hace mejor?”. El Dalai Lama le contestó: “Lo que te hace más compasivo, más sensible, más despegado, más amoroso, más humanitario, más responsable, más ético. La religión que consiga hacer eso en ti es la mejor religión”. La anécdota sirve de examen de conciencia. Quienes nos consideramos cristianos podemos preguntarnos si nuestra fe en Jesús de Nazaret nos aproxima más a Dios y nos hace más compasivos, sensibles y amables con los demás. La amabilidad es la cara visible de un fe profunda y sólida. Quienes creemos que Dios nos ama, vemos en todos sus hijos e hijas a seres amables; es decir, dignos de amor. Puede que sea una impresión distorsionada, pero creo que la amabilidad no está en su mejor momento. Percibo mucha agresividad y malos modales en nuestras relaciones. Quizás entre la vieja urbanidad que proponía fórmulas de amabilidad exquisita como “Por favor, ¿puedes darme un poco de pan?” y el descaro con el que muchas personas señalan con el dedo una barra y dicen simplemente “pan”, hay un término medio.

Aunque, en general, me parece que los servidores públicos son más amables que hace, por ejemplo, treinta años, todavía abundan los casos de tosquedad y falta de tacto. La pregunta de un servidor público (desde un funcionario de hacienda hasta un médico de atención primaria) tendría que ser siempre: “¿En qué puedo ayudarle?”. Están ahí -y son pagados por ello- para ayudar a los ciudadanos a realizar del mejor modo los trámites ordinarios, no a complicarles la vida con procedimientos inútiles y malas maneras. Algo parecido cabría decir de párrocos, profesores, empleados de servicios, etc. La amabilidad abre puertas; la descortesía las cierra. En los últimos años he percibido en algunas mujeres que se declaran feministas actitudes muy agresivas en su relación con los varones. Distan mucho de la dulzura que uno esperaría. La mera palabra dulzura la interpretan enseguida como resquicio de una cultura patriarcal, machista, reaccionaria y todos los epítetos que suelen acompañar el discurso feminista radical. También he percibido a muchos chicos usando un lenguaje soez en relación con las mujeres, como si la sinceridad y la espontaneidad estuvieran en proporción directa con las groserías que profieren.

En un contexto que ha perdido el significado de la amabilidad y cortesía, llaman más la atención las conductas que expresan respeto, atención y benevolencia. Cuando nos sentimos tratados con amabilidad, solemos pagar con la misma moneda. La amabilidad contagia amabilidad. La compasión contagia compasión. No es necesario ser budista para reivindicar la importancia de las buenas formas, la sonrisa sincera, las palabras corteses, el respeto a todos y la disposición a prestar ayuda a quien a necesita. Necesitamos una “pandemia” de amabilidad que contrarreste la agresividad y la bronca que a menudo se observan en la vida social. Como en tantas otras esferas de la vida, aquí sirven de poco las palabras. Lo que contagia son los gestos a través de los cuales expresamos que los demás nos importan. Ser amable cuesta muy poco y produce mucho. Bastantes cosas podrían cambiar en la vida social y política si aprendiéramos a ser más amables. Pero para ello es necesario ser humildes. Solo quien se conoce a sí mismo, quien es consciente de sus límites, está en condiciones de no mirar a los demás por encima del hombro, de poner el bálsamo de la sonrisa para hacer más vivible una existencia que está sometida a demasiadas cargas como para añadirle las del desprecio y las malas formas.




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