miércoles, 19 de agosto de 2020

El misterio del otro

El otro día me decía un amigo mío que siempre se quedaba insatisfecho al final de las vacaciones de verano porque tenía la impresión de que no había podido dedicar tiempo a los amigos con los que quería encontrarse y hablar. Ya se sabe que en vacaciones se multiplican los compromisos de diverso tipo. No siempre es fácil encontrar el tiempo y el ánimo necesarios para encontrarnos con las personas a las que queremos. Todos somos víctimas del “a ver si un día quedamos”, fórmula de cortesía que expresa más un deseo que un verdadero compromiso. Pero quizá la insatisfacción mayor no proviene del hecho de no poder encontrarnos con todas las personas con las que quisiéramos, sino de no aprovechar los encuentros que se producen. A veces, una conversación de veinte minutos o media hora no da para más que un intercambio amable de informaciones y banalidades. Este año no hace falta ser muy creativos para encauzar este tipo de encuentros porque el tema de la pandemia invade cualquier conversación como si fuera una yedra trepadora. Es fácil encontrarse con epidemiólogos aficionados que repiten con fingida autoridad todo lo que han escuchado en la televisión o leído en Internet, derrotistas que pronostican un lustro de calamidades, cantamañanas que tienen la estrategia adecuada para combatir al virus y gentes, en fin, que se limitan a compartir su incertidumbre y su pesar mientras se ajustan torpemente la mascarilla.

Cuando los encuentros discurren sin límite de tiempo, a veces, tras unos compases de temas intrascendentes, se internan en terrenos personales. Entonces, uno comparte lo que está viviendo, sus pesares y sus esperanzas. No todo el mundo está dispuesto a atravesar la sutil barrera de la cortesía. Algunas personas no quieren y otras no pueden. A algunos de mis amigos (más a varones que a mujeres) les cuesta mucho hablar de sí mismos. Todo el tiempo se les va en comentar aspectos de su trabajo, en criticar la política o en intercambiar chascarrillos. Tienen pavor a compartir algo personal, en algunos casos porque ni siquiera ellos mismos han explorado a fondo su interioridad. En otros, porque no saben gestionarla. Nunca dicen cómo se sienten, qué esperan o en qué creen. Pasan de puntillas sobre temas que consideran demasiado filosóficos o sentimentales, impropios de varones que han hecho de su trabajo el centro de sus vidas y el tema principal de sus conversaciones. Hay otros, sin embargo, que con una facilidad pasmosa abren la puerta de su corazón. En esos momentos, uno se siente llamado a descalzarse porque es como entrar en el santuario de la intimidad. He sido bendecido con muchos encuentros de este tipo. Algunos han surgido como fruto de una relación continuada; otros, sin previo aviso, como una confesión súbita; en muchos casos, como fruto del acompañamiento pastoral. En esos momentos se experimenta la alegría del encuentro interpersonal. El otro deja de ser una realidad opaca para convertirse en transparencia de algo que le supera. En el fondo, todo encuentro deja traslucir la huella de lo divino.

Sin embargo, incluso en esos encuentros en los que abrimos de par en par la puerta de nuestra interioridad, seguimos siendo un misterio para los demás. Nunca acabamos de revelarnos del todo y nunca acabamos de comprender a la otra persona en su verdadera profundidad. Siempre tenemos la impresión de que falta algo, de que no nos hemos explicado a cabalidad o de que no hemos sabido acoger sin reservas. Por eso, la alegría suele ir acompañada también por una ligera insatisfacción. O quizá mejor por el anhelo de algo más hondo, más duradero y pleno. Para mí, esta experiencia es la “herida de lo divino”. Es como si en la incompletitud de todo encuentro interpersonal anheláramos el encuentro con el Tú de Dios, el único que puede satisfacer al ser humano. De nuevo viene en mi ayuda san Agustín: “Nos hiciste Señor, para ti y nuestro corazón siempre estará inquieto hasta que no descanse en ti”. Cuanto más hondo cavamos en el surco del encuentro con los otros, más comprendemos que no podemos prometer a nadie el cielo en la tierra y que nadie va a apagar nuestra sed. Si aceptamos con humidad esta dinámica, no sucumbiremos al espejismo de “amores imposibles”, no caeremos en la trampa de los chantajes afectivos y no experimentaremos el regusto amargo del misterio de la otra persona. Al contrario, permaneceremos siempre en el umbral del otro, agradeceremos cada brizna de intimidad compartida y reforzaremos nuestro anhelo del encuentro definitivo con el Único que llena el corazón humano.

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