lunes, 17 de agosto de 2020

Orar por los difuntos

Siempre me ha llamado la atención que en el tercer día de las fiestas patronales de mi pueblo se celebre una Eucaristía por los difuntos. No es un caso único. Esta práctica es común en otros muchos pueblos. Me parece una afirmación inequívoca del misterio de la “comunión de los santos”. Entre los vivos y los difuntos no hay un muro infranqueable, sino una comunión que permite el intercambio de dones. Creo que este es el fundamento de la oración por los difuntos. Desde hace tiempo, sin embargo, este aspecto sustancial se ha ido desdibujando a medida que se abrían paso las categorías “memoria” y “homenaje”. Se ha hecho muy frecuente en los últimos años hablar de una misa en homenaje a las víctimas de una catástrofe o un atentado. O de una misa en memoria de una determinada persona o grupo de personas. Recordar y homenajear son actividades humanas dignas. Nada impide que recordemos con gratitud a las personas que han sido significativas para nosotros o que homenajeemos a aquellas que, a nuestro criterio, han reunido méritos para ello. De hecho, el pasado 16 de julio, el gobierno español realizó un homenaje de Estado a las víctimas de la COVID-19 y al personal que estuvo en primera línea de combate contra la enfermedad. Continuamente se están celebrando ceremonias de este tipo en el ámbito secular. Hoy mismo se celebrará también algún tipo de homenaje a las víctimas del atentado terrorista que tuvo lugar en Barcelona hace tres años. 

Una Eucaristía por los difuntos tiene otro sentido. Es obvio que también en ella “recordamos” (pasamos por el corazón) a nuestros difuntos y, en cierto sentido, los homenajeamos al rescatarlos del olvido, pero lo esencial tiene que ver con el misterio pascual. En la oración por los difuntos incluida en la plegaria eucarística III se expresa muy bien el sentido de este recuerdo: “Recuerda a tu hijo (hija) N., a quien llamaste (hoy) de este mundo a tu presencia: concédele que, así como ha compartido ya la muerte de Jesucristo, comparta también con él la gloria de la resurrección, cuando Cristo haga resurgir de la tierra a los muertos, y transforme nuestro cuerpo frágil en cuerpo glorioso como el suyo”. Lo esencial es pedirle a Dios que nuestros hermanos difuntos, incorporados al misterio pascual de Cristo, compartan con él la muerte y la resurrección para gozar de la vida plena en Dios. Damos gracias a Dios por sus vidas marcadas por el Bautismo, le pedimos que perdone sus pecados y que los acoja como Padre misericordioso. La dimensión cristiana de la oración por los difuntos va mucho más allá de un entrañable recuerdo familiar o de un correcto homenaje social. No se trata de hacer algo “emotivo” (como a veces se demanda), sino de algo “significativo” que responda a nuestra vocación cristiana y al sentido de la vida que nos ofrece la fe.

Las películas norteamericanas no ayudan mucho a caminar en esta dirección. Cuando la gente ve que en algunas ceremonias protestantes se coloca la foto del difunto, se multiplican los discursos de recuerdo y homenaje y se prodigan los números musicales, pretende que en las Eucaristías católicas se haga algo semejante, olvidando que la Eucaristía no es un servicio fúnebre al estilo americano y mucho menos un festival o un panegírico. En Latinoamérica se va imponiendo la categoría “pascua” para referirse a la muerte de una persona. A mí me gusta porque refleja bien que, desde el punto de vista cristiano, la muerte es un “paso” de esta vida terrena a la vida definitiva en Dios. Quizá se oscurece un aspecto que forma parte de la dogmática católica y que muchos teólogos y pastores esquivan con frecuencia: el necesario proceso de purificación y preparación para el encuentro definitivo con Dios y el sentido profundo que tiene la oración de quienes formamos con nuestros hermanos difuntos “la comunión de los santos”. Hoy se ha convertido en práctica común considerar que todo el que muere pasa automáticamente a gozar de la vida eterna. No sé si esto pertenece al sensus fidelium que la Iglesia reconocerá un día como acción del Espíritu Santo en la conciencia de los fieles o, más bien, es una de esas suaves herejías que cada tiempo va fabricando. Por mi parte, me atengo a la fe de la Iglesia, tal como la formula el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 1020-1065), abierto siempre al ejercicio de un sano discernimiento.

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