viernes, 15 de junio de 2018

¿Se puede enseñar a Dios?

Ayer pasé cuatro horas visitando el colegio St. Xavier Public School, en Peecchanockadu, un barrio de Angamaly. Saludé a los casi mil alumnos en un acto breve en el patio, me reuní con el claustro de profesores y conversé con los tres claretianos encargados de la dirección. Viendo a los muchachos uniformados, con sus camisas azules y sus elegantes corbatas, no pude menos de recordar mis viejos tiempos de estudiante en un colegio claretiano. Han pasado los años. Han cambiado muchas cosas en la manera de concebir la educación y, sobre todo, en los métodos empleados. Las preguntas de fondo siguen siendo las mismas: ¿Por qué una congregación misionera abre colegios? ¿Qué objetivos pretende? ¿Hasta qué punto los consigue? Muchos de mis viejos compañeros de colegio son excelentes cristianos. En el colegio aprendieron algunos valores esenciales sobre los que han cimentado su vida y, sobre todo, se abrieron al mundo de la fe. Han podido surcar las aguas procelosas de las últimas décadas sin perder el norte. Han experimentado, como todos, los embates de la secularización, la crisis de la Iglesia posconciliar, las propuestas de diverso género, pero nada de esto los ha apartado de su fe en Jesucristo y de su compromiso con la comunidad. Sin embargo, reconozco que otros –no sé si la mayoría– se desengacharon apenas pisaron la universidad o comenzaron su experiencia laboral. A bastantes les he oído una frase que resume bien su postura: “Demasiadas misas he tenido que aguantar cuando era colegial. Ya tengo de sobra para el resto de mi vida” .

De las instituciones educativas regentadas por religiosos o religiosas han salido alumnos competentes en su profesión, coherentes con sus principios morales, críticos con el modelo social imperante, y comprometidos con su fe. Muchos están contribuyendo positivamente a la sociedad. Pero también –reconozcámoslo con humildad– personas “rebotadas”, hartas de las prácticas religiosas impuestas y muy críticas con la Iglesia. Incluso algunos de los líderes más combativos contra la religión se han sentado en las aulas de colegios religiosos. Cuentan historias de adoctrinamiento, abusos físicos y psicológicos (en algunos casos, sexuales) y falta de espíritu crítico. La literatura y el cine de las últimas décadas se han recreado a menudo en estos ambientes cerrados y asfixiantes. Si uno presta atención solo a esta perspectiva, acaba con una idea demoledora y descorazonadora de los colegios católicos, lo cual no responde a la verdad. Admitamos que ha habido un poco de todo, pero no en igual proporción. A mi juicio, es muchísimo más lo positivo que lo negativo. Es verdad que las cosas no han sido  –ni son– tan inmaculadas como a veces las quieren presentar algunos líderes religiosos, pero tampoco tan sórdidas y oscurantistas como denuncian los más críticos.

¿Para qué sirve, pues, un colegio religioso? ¿Se puede “enseñar” a creer en Dios en las aulas o esto supone una manipulación de las conciencias e incluso una empresa imposible? Me formulo estas peguntas en la India, el país natal de Tony de Mello, un jesuita que en los años 80 del siglo pasado nos enseñó a ser críticos con nosotros mismos y a no dar gato por liebre. Recuerdo que en algunos de sus libros contaba una historia que reproduzco libremente con mis palabras. Dirigiéndose a sus compatriotas indios, les decía de manera provocativa: “Si queréis una buena educación para vuestros hijos, no lo dudéis, enviadlos a un colegio católico. Si lo que buscáis es una sanidad de calidad, dirigíos a un hospital católico. Recibiréis un trato excelente. Pero si estáis buscando a Dios, acudid, por favor, a un monasterio budista o a un templo hindú”. No es necesario explicar por qué estas palabras levantaban ampollas.

Kerala, el estado indio en el que me encuentro, está repleto de instituciones católicas (escuelas, colegios, universidades, dispensarios, hospitales, centros de acogida para personas con problemas, etc.). Es casi como en España o Italia. La mayoría son instituciones de prestigio, hasta el punto de que algunos hindúes o musulmanes, cuando quieren abrir un colegio, le ponen un nombre que suene a católico para conseguir más alumnos (por ejemplo, St. George’s o St. Mary’s). Hay también -¡faltaría más!– multitud de hermosas iglesias, pero mucha gente no nos percibe como hombres y mujeres “expertos en Dios”, sino, sobre todo, como buenos social workers (“trabajadores sociales”). Esta perspectiva hace justicia a la dimensión profética del cristianismo. Jesús, en efecto, pasó por este mundo “haciendo el bien”. Nosotros seguimos sus huellas. Creemos que la fe es auténtica cuando se hace compromiso de amor hacia los más necesitados. Por eso, multiplicamos las obras sociales. Obras son amores y no buenas razones.

Pero tal vez dejamos demasiado en penumbra la dimensión mística, sobre todo en un continente como el europeo que se ha vuelto muy insensible. Los seres humanos necesitamos comida, trabajo, vivienda, sanidad, educación… y también un sentido profundo para nuestras vidas. Necesitamos a Dios. Quizá no somos capaces de ayudar a las personas –y, más concretamente, a los alumnos de nuestros colegios– a explorar esta dimensión espiritual y a hacer un camino de búsqueda, descubrimiento y profundización. La experiencia religiosa no se enseña como si fuera una disciplina académica, pero se prepara y se expande. Este sigue siendo uno de los grandes desafíos de las instituciones educativas católicas: propiciar un honrado, profundo y sistemático diálogo entre la fe y la cultura. En algunas partes se están dando pasos muy significativos, pero en otros lugares se busca solo la excelencia académica y el beneficio económico. ¡Para este viaje no hacen falta alforjas! Hay otras muchas instituciones educativas que ofrecen y buscan lo mismo.


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