lunes, 15 de octubre de 2018

De todos los colores

Es la primera vez que participo en una celebración desde una de las terrazas que dan a la plaza de san Pedro. Siempre prefiero estar abajo, a pie de plaza, rodeado de gente variopinta, sintiéndome pueblo. Ayer fue una excepción. Reconozco que se pierde calor popular, pero se gana perspectiva. La vista de la plaza desde la terraza es impresionante. La mañana era diáfana; en algunos momentos, el sol lucía con fuerza. Sobre la gran fachada de Maderno lucían los siete tapices de igual tamaño: el del centro representaba a Pablo VI (papa, italiano), cuyo Testamento todavía produce emoción; Oscar A.  Romero (arzobispo, salvadoreño) estaba a su derecha. Merece la pena recordar también a los cinco santos restantes: Francesco Spinelli (sacerdote, italiano), Vincenzo Romano (sacerdote, italiano), Maria Caterina Kasper (religiosa fundadora, alemana), Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús (religiosa fundadora, hispano-boliviana), Nunzio Sulprizio (joven laico, italiano). Siete es un número que indica perfección. En el grupo de los nuevos santos hay cinco varones y dos mujeres.

Todos son europeos, a excepción de monseñor Romero, conocido como san Romero de América, de quien he escrito en varias ocasiones en este blog. Para mí, san Óscar Romero representa a quienes quieren vivir un Evangelio que no tolera las injusticias y que, por tanto, no acepta como normal que unos pocos privilegiados se aprovechen de los bienes destinados a todos. Monseñor Romero no fue un comunista, como algunos lo tildaron para desprestigiarlo. Es más, creo que estaba en las antípodas de lo que este sistema implica. Se tomó en serio, de manera progresiva, el Evangelio de Jesús y la doctrina social de la Iglesia. La realidad sangrante de su pueblo salvadoreño le abrió los ojos. También él vivió en carne propia una segunda conversión. La lectura de su Diario, que él grababa en viejas cintas de casete, ofrece claves muy iluminadoras para comprender su evolución espiritual. Muchos ricos y una parte de la jerarquía de la Iglesia no soportaban su opción por los más pobres y los injustamente masacrados. Creían que daba alas a la guerrilla insurgente. El pueblo comprendió perfectamente de qué se trataba. Murió como Jesús: mártir del amor. Han pasado casi 40 años desde su asesinato. La Iglesia reconoce ahora su testimonio. La verdad siempre se abre camino.

Examinando el perfil de los siete nuevos santos, se observa una gran variedad, aunque todavía siguen dominando los clérigos o religiosos. En el grupo solo hay un laico, el joven italiano Nunzio Sulprizio. Las diócesis tendrían que esforzarse mucho más por promover las causas de canonización de aquellos laicos que, en condiciones muy variadas, han vivido el Evangelio con total entrega. Da la impresión de que solo los institutos religiosos pueden permitirse (incluso económicamente) acometer los largos procesos de investigación que supone incoar una causa y llevarla a término. También en este terreno hay muchas cosas que cambiar para que no haya santos de primera, segunda o tercera división, según los recursos disponibles para su promoción. Algunos santos lo son por “aclamación popular” antes de que la autoridad de la Iglesia dé su aprobación oficial. Por eso, para muchas personas las canonizaciones han perdido valor. Conviene recordar, no obstante, que una canonización no “hace” santo a nadie. Solo Dios nos santifica con su gracia. La Iglesia se limita a reconocer públicamente que una persona ha vivido a cabalidad el Evangelio y que, por tanto, puede ser propuesta como modelo de vida cristiana y como intercesora para todos nosotros.  Aquí es donde cabe hacer una propuesta más plural, que refleje mejor la riqueza y variedad del pueblo de Dios (en el que la mayoría de las personas son laicos) y que aliente el vigor de la vida cristiana laical. Todavía seguimos teniendo una idea “heroica” de la santidad que no siempre casa bien con el tipo de heroicidad sencilla que Jesús proponía a sus discípulos.

En cualquier caso, dentro de estas humanas limitaciones, la variedad de santos que la Iglesia nos propone es inmensa. Hay santos de todos los colores: desde un doctor (como santo Tomás de Aquino), hasta un campesino (como Isidro Labrador) o una ex-esclava (como santa Josefina Bakhita). Entre los santos canonizados hay políticos (como santo Tomás Moro), reyes (como san Fernando III de Castilla, san Luis IX de Francia o santa Isabel de Portugal), papas (como san Juan XXIII, san Pablo VI o san Juan Pablo II), misioneros (como san Francisco Javier, san Antonio María Claret o san Daniel Comboni), matrimonios (como san Luis Martin y santa María Celia Guérin, padres de santa Teresita de Lisieux), científicos (como san Alberto Magno), prisioneros (como san Maximiliano Kolbe) e infinidad de religiosos y religiosas, muchos de los cuales han sido fundadores. Se puede ser santo de muchas maneras. No hay un perfil único. La Iglesia no defiende santos “de piñón fijo”, como solemos hacer nosotros a partir de nuestras filias y fobias. Tan santo es el rey David I de Escocia como Madre Teresa de Calcuta o el padre Alberto Hurtado, jesuita chileno. Al proceder así, la Iglesia no hace sino seguir la práctica de Jesús que reúne en torno a sí a personajes tan dispares como Pedro de Betsaida, María de Magdala, Zaqueo de Jericó o María de Betania. La santidad tiene solo el color del amor reflejado en el caleidoscopio de la compleja vida humana.

Por cierto, hoy celebramos la fiesta de la gran Teresa de Jesús que, en un siglo tan convulso como el XVI, vivió con pasión su encuentro con Jesucristo y murió hija de la Iglesia. Aprovecho para felicitar de corazón a todos mis amigos y amigas de la gran familia carmelitana y a quienes llevan el nombre de Teresa.



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