martes, 24 de enero de 2017

Los dos mundos

El pasado fin de semana me releí casi de un tirón el librito Demian de Herman Hesse (1877-1962). No había vuelto sobre él desde los años de mi juventud. Como cabía imaginar, la novela no tuvo el mismo impacto que la primera vez que la leí. Me pareció innecesariamente rebuscada, como la mente de su autor, Premio Nobel de Literatura en 1946. Pero hay algo en ella que refleja bien la dualidad con la que solemos vivir. El joven protagonista, Emil Sinclair, se debate siempre entre dos mundos: el luminoso (simbolizado por su familia, su casa, la religión, las fiestas de Navidad, el orden, la paz) y el oscuro (representado por algunos de sus conocidos, la bebida, el sexo, la exploración de los suburbios). Durante su infancia domina claramente el primero, pero un incidente lo va introduciendo gradualmente en el segundo, hasta el punto de que llega un momento en el que se siente atrapado, sin posibilidad de escapar. Más aún: se siente chantajeado. Todo esto lo irá empujando a la búsqueda de una visión del mundo que englobe las dos caras de la realidad: la luminosa y la oscura, la divina y la demoníaca. El Dios cristiano se le antoja demasiado luminoso. Por eso, se abre al dios Abraxas, deidad gnóstica que representaba el bien y el mal.

La novela de Hesse me ha hecho pensar en la nostalgia o anhelo de un mundo luminoso en medio de este mundo claroscuro en el que vivimos. Cuando uno es joven y empieza a experimentar las contradicciones de la vida, tiende a refugiarse en el “mundo feliz” de la infancia, suponiendo que ésta haya sido un período sereno. La casa familiar, los cuentos y sueños infantiles representan una suerte de paraíso que parece mitigar los sinsabores de la vida adulta. No es extraño que muchos adolescentes y jóvenes se abandonen a este tipo de ensoñaciones. Es la nostalgia del nido perdido. Nostalgia significa etimológicamente “dolor de nido”. Los ancianos, por el contrario, no miran tanto al pasado feliz, que les resulta en ocasiones muy lejano, sino al futuro. Anhelan la tranquilidad que puede suponerles la muerte. El humorista José Mota ha popularizado una frase que muchos ancianos tradicionales suelen repetir en momentos de dificultad: “Ay, Señor, llévame pronto”. Cansados de la vida, sin esperanza de que ésta pueda depararles algo valioso, desplazan su atención al futuro. Si no son creyentes, interpretan la muerte como el final de una vida ardua, como el descanso definitivo. Si creen en Dios, esperan que el Padre bueno los introduzca definitivamente en un mundo luminoso, libre de contrariedades.

¿Qué sucede con quienes hace tiempo que dejamos de ser jóvenes y todavía no hemos entrado en la ancianidad? ¿Nos contentamos con vivir a caballo entre el mundo luminoso y el mundo oscuro? ¿Aceptamos con gallardía que la oscuridad prima sobre la luz en este mundo lleno de fraudes, engaños y vilezas? ¿Nos sentimos perdidos, caminando siempre a tientas? Quizá en ocasiones experimentamos algunas nostalgias infantiles. Echamos de menos el mundo “puro” de la infancia. En otros momentos podemos desear que la vida termine pronto y que la muerte ponga fin a tantas contradicciones. Pero lo más liberador es escuchar la palabra de Jesús que nos invita a reconocer que la luz no es algo del pasado o del futuro sino del presente: “El Reino de Dios está dentro de vosotros” (Lc 17,21). En medio de los problemas de cada día, de los permanentes claroscuros, podemos descubrir en nosotros la presencia misteriosa del Cristo Resucitado. Eso exige entrar en nuestro interior, superar la superficialidad que nos desgasta, visitar el santuario de nuestro corazón. Las personas que viven siempre extrovertidas están expuestas a los vaivenes de la realidad. Quienes aprenden a bucear dentro descubren que hay una luz –diminuta, si se quiere– que nos ayuda a reconocer la cara luminosa de todo cuanto existe. Podríamos decir con el salmista: “En ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz” (Sal 35,10).

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