viernes, 6 de enero de 2017

La estrella es Jesús

Mi carta de ayer a los Reyes Magos no pasaría el control de un exégeta aficionado. Siguiendo la tradición popular, me atreví a calificar de reyes a quienes el evangelio de Mateo llama simplemente magos (magoi, en griego), di por supuesto que eran tres (quizá por aquello de los tres dones: oro, incienso y mirra) y hasta osé utilizar los nombres clásicos de Melchor (europeo), Gaspar (asiático) y Baltasar (africano), que tampoco aparecen en ningún evangelio canónico. En fin, que di más crédito a la tradición popular que a la exégesis pura y dura, así que hoy tengo que purgar mi atrevimiento con algo más de doctrina y menos de tradiciones. El papa Benedicto XVI, en su obra sobre la infancia de Jesús, nos da una clave para entender el trasfondo de este relato de Mateo que se lee en en el evangelio de hoy: 
«Así como la tradición de la Iglesia ha leído con toda naturalidad el relato de la Navidad sobre el trasfondo de Isaías 1,3, y de este modo llegaron al pesebre el buey y el asno, así también ha leído la historia de los Magos a la luz del Salmo 72,10 e Isaías 60. Y, de esta manera, los hombres sabios de Oriente se han convertido en reyes, y con ellos han entrado en el pesebre los camellos y los dromedarios». 
De todos modos, no quiero enfilar esta senda apasionante de la investigación histórica. Prefiero centrarme en el significado litúrgico de la solemnidad de hoy. La Iglesia no celebra el 6 de enero la fiesta de los Reyes Magos sino la solemnidad de la Epifanía, si bien en muchos países se ha trasladado al domingo siguiente. Aunque sea un poco larga, os recomiendo la explicación de nuestro amigo Fernando Armellini sobre las lecturas del día. Quizá a alguno os pueda desconcertar, pero creo que tiene un sólido fundamento. En el fondo, lo que celebramos es la manifestación (epifania) de Jesús a todo el mundo. Es como si lo que celebramos de forma velada el día de Navidad hoy se revelara en toda su universalidad. El hecho de que los magos vengan de Oriente simboliza que Jesús no es patrimonio del pueblo judío sino el don de Dios para toda la humanidad.

Como estoy en Perú, los Reyes Magos no me han traído ningún regalo. Aquí no existe esa tradición. Por otra parte, la vieja italiana Befana (nombre que deriva de la palabra epifanía) tampoco suele visitar estas tierras de Occidente. O sea, que me he quedado a dos velas. Bueno, quizá me he precipitado al decir que no he recibido nada. Ayer, en mi carta a los Reyes Magos, les pedía que me trajesen la estrella que les había guiado a ellos a Belén. Hoy he descubierto que esa estrella es Jesús mismo y que se me regala en la fe. No me ha podido corresponder regalo más grande y hermoso. Él es la superestrella. Hace cuatro décadas tuvo mucho éxito el musical Jesus Christ Superstar. Jesús se ha manifestado (epifanía) como luz de las gentes para todo el mundo. En él se cumple la profecía de la primera lectura de Isaías: “¡Levántate y resplandece, Jerusalén, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!” (60,1). Y algo semejante había profetizado Balaán hace unos 3.200 años: “Lo veo, pero no es ahora; lo contemplo, pero no será pronto. Avanza la constelación de Jacob y sube el cetro de Israel.” (Num 24,17). 

En un día como hoy me alegro de contemplar a Jesús como luz que alumbra a todo ser humano. Ante esta Luz que ilumina pero no deslumbra, quisiera –como los magos– postrarme en adoración. Acabo de pronunciar una palabra proscrita en nuestro diccionario. ¿Quién habla hoy de adoración en el lenguaje corriente? Tal vez algún bolero perdido siga usándola. A mí me resulta cada vez más significativa, quizá por el mensaje que el papa Francisco nos dirigió a los claretianos el 11 de septiembre de 2015 y que podéis ver y escuchar en el vídeo que figura abajo. El Papa nos invitaba a conjugar tres verbos: adorar, caminar y acompañar. Respecto del primero (adorar), nos decía: 
Adorar. Nosotros en el mundo de la eficiencia hemos perdido el sentido de la adoración. Incluso en la oración, ¿no es cierto?, rezamos, alabamos al Señor, pedimos, agradecemos. Pero la adoración, ese estar delante del único Dios, de aquello que es lo único que no tiene precio, que no se negocia, que no se cambia… Y todo lo que está fuera de Él es imitación de cartón, es ídolo. Adorar. En esta etapa hagan un esfuerzo por crecer en este modo de oración: la adoración. Adoren, adoren a Dios. Es una carencia de la Iglesia en este momento por falta de pedagogía. Ese sentido de la adoración que vemos en los primeros capítulos de la Biblia: adorar al único Dios. “No tendrás –acuérdate Israel– no tendrás otro Dios más que el único” y adorar, “a Él sólo adorarás”, ¿no? Ese perder tiempo sin pedir, sin agradecer, incluso sin alabar, solamente adorar, con el alma postrada. No sé por qué siento decirles esto, pero siento que se lo debo decir, me sale de adentro.  
Me impresionó mucho su repetición: “Adoren, adoren a Dios”. Es como si se sintiera en la obligación de recordárnoslo a nosotros, que somos misioneros, anunciadores de la Palabra. Durante el tiempo de Navidad en muchas iglesias se hace la adoración del Niño al final de las misas. He comprobado que a muchas personas, incluso a aquellas que no se acercan a la comunión, les gusta besar la imagen del Niño. Puede haber un trasfondo supersticioso, pero yo rescato lo mejor. A través de un beso quieren expresar su respeto y amor a un Dios que ha querido hacerse uno de nosotros. Solo cuando nos postramos ante el Misterio de Dios sabemos quiénes somos. Ante Él no nos sentimos humillados sino dignificados. No hay nada más hermoso que descubrir nuestra identidad cuando adoramos a Quien nos ha dado la vida. La espiritualidad de la adoración nos previene contra las muchas idolatrías que hoy consumen nuestras fuerzas y nos roban el corazón: la política, el patrioterismo, el deporte, el dinero, etc. Os dejo con las palabras del papa Francisco. 




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