jueves, 16 de noviembre de 2017

Aprender de las derrotas

Tras empatar con Suecia a cero, Italia, por primera vez en 60 años, quedó fuera del Mundial de fútbol que se celebrará el próximo verano en Rusia. Las portadas de los periódicos deportivos y generalistas reprodujeron la foto de Gianluigi Buffon, el eterno portero de 39 años, llorando como un niño. Fin de un sueño colectivo, fin de un ciclo triunfante y angustia por las consecuencias deportivas, emocionales y económicas de la derrota. A mucha gente le parecerá excesiva, desproporcionada, esta reacción de todo un país, pero así son las cosas. Italia ha participado ininterrumpidamente en la Copa del Mundo de fútbol desde el año en que yo nací, así que toda la vida he considerado que la nazionale italiana era una participante nata. Vamos, que no necesitaba competir, que iba casi por derecho histórico. Creo que la mayoría de los italianos pensaba lo mismo hasta el maldito 13 de noviembre pasado. Los azzurri hicieron historia al ir contra la historia. Una selección que ha ganado cuatro copas del mundo se había granjeado la admiración del público, aunque luego se solía añadir, a modo de crítica benévola, que muchas veces había pasado “a la italiana”; es decir, con un juego marrullero y algo tramposo. Yo recuerdo perfectamente la victoria del Mundial de España en 1982 (entonces yo estudiaba en Roma y sentí como propia la victoria de Italia contra Alemania en el Santiago Bernabéu) y la victoria del Mundial de Alemania en 2006 (entonces llevaba ya tres años viviendo de nuevo en Roma y apoyé a Italia contra Francia).

No es bueno aplicar la pomada de la moralina a las heridas deportivas. Pero tampoco pasa nada si uno lee este acontecimiento de la derrota como un signo de lo que suele pasar en la vida. Los críticos dicen que Italia se ha fiado demasiado de sí misma y que no se ha preparado a conciencia. No ha elegido a un buen entrenador y éste, a su vez, no ha seleccionado a los mejores jugadores. Todo es discutible. Pero, más allá de la interminable discusión (no olvidemos que en determinados momentos todos nos convertimos en seleccionadores cuasi profesionales), hay algo rescatable: el éxito de ayer no asegura automáticamente el de mañana. Cada día hay que seguir luchando como si fuéramos aprendices. Esto es extrapolable a todas las esferas de la vida. Las personas que, llegadas a la cima, quieren vivir de rentas pronto se convierten en momias de sí mismas. Jesús nos advierte del riesgo que supone almacenar la cosecha en el granero y dedicarse a la molicie (cf. Lc 12,20-32). Admiro a los profesionales de cualquier ramo que siempre están aprendiendo, que no se contentan con lo conseguido, que investigan, dialogan, buscan, arriesgan. Me gustan los artistas que no explotan hasta la saciedad sus primeros éxitos, sino que continúan creando, abiertos a nuevos estímulos, respetuosos de un público que se merece lo mejor. Y respeto a los sacerdotes que preparan la celebración de los sacramentos (homilía incluida) con atención y delicadeza, sin dejarse llevar de la rutina y la improvisación.

A veces, quedar fuera del Mundial de fútbol es una oportunidad para replantear un modelo deportivo. Las derrotas de la vida deberían ser siempre la ocasión para seguir creciendo. No se hunde el mundo por experimentar un fracaso, por que las cosas no salgan como uno había imaginado o proyectado. Tampoco sirve de mucho repartir culpas y responsabilidades. Lo que importa es aprender de los errores propios y ajenos, seguir apostando por un futuro mejor preparado, no tirar la toalla. Las personas que no se sumen en el ridículo o la depresión son las que hacen de sus fracasos una poderosa herramienta para mejorar. Caminar siempre de éxito en éxito puede ser peligroso. Nos incapacita para afrontar la vida tal como es. Alternar éxitos y fracasos nos coloca sobre el suelo de la realidad y despliega muchos recursos escondidos que solo emergen cuando las pruebas de la vida los llaman a rebato. Estoy seguro de que mi admirada Italia volverá a ser una selección campeona. Tras el dramatismo mediterráneo de estos días, muy en consonancia con el carácter teatral de los italianos, se tomarán algunas decisiones y se comenzará un camino nuevo. No hay mal que por bien no venga. 

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