domingo, 4 de agosto de 2019

La prueba del algodón

Si hay alguna parábola de Jesús que resulta perfectamente aplicable al contexto actual es la que nos propone el evangelio de este XVIII Domingo del Tiempo Ordinario. Parece dicha por Jesús –y luego “arreglada” por Lucas– para oyentes y lectores de hoy. La codicia es una enfermedad humana tan antigua como el hombre, pero en esta sociedad consumista reviste formas muy sofisticadas. Es verdad que después de la crisis económica de 2008 no está el horno para bollos. Ya no se habla tanto de “pelotazos” urbanísticos, de dinero fácil y de un tren de vida por encima de nuestras posibilidades. El acento recae más bien en la precariedad de muchos trabajos, en la brecha creciente entre los más ricos y los pobres, en la pérdida de poder adquisitivo de la mal llamada clase media, etc. Pero, no obstante, la pasión por el dinero sigue vigente. Da igual que conozcamos historias de ricos insatisfechos, de separaciones familiares a causa de las dichosas herencias, de futbolistas arruinados, de famosos que han dilapidado su fortuna en drogas y lujos insultantes, de corruptos que son juzgados y encarcelados… El dinero siempre es un imán que atrae a la mayoría de los humanos. Uno piensa que en su caso todo será distinto. En realidad, se trata de un ídolo seductor pero perfectamente mentiroso porque promete lo que no puede dar: plenitud y sentido. Sé que estas palabras suenan a discurso moralista pronunciado por alguien que tiene sus necesidades básicas satisfechas. No lo dudo. Pero creo que son algo más: la constatación de una experiencia que, a medida que pasan los años, me parece más patente.

El autor de la primera lectura de este domingo –el famoso y un poco aguafiestas Qohelet, responsable de la obra que conocemos como libro del Eclesiastés– se dio perfecta cuenta del engaño que suponen las riquezas. Su pensamiento no es deductivo sino inductivo. No llegó a la conclusión de que “todo es vanidad” (este es el estribillo que se repite muchas veces a lo largo de sus páginas) a base de elucubraciones filosóficas sobre el sentido de la vida, sino observando el desenlace de los seres humanos, tanto ricos como pobres. Todos acaban del mismo modo: dejando lo que tienen, poco o mucho. El esfuerzo por enriquecerse creyendo que de esta manera seremos felices y poco menos que inmortales es como el esfuerzo por “abrazar el viento”: completamente inútil, aunque tardemos mucho tiempo –a veces toda la vida– en darnos cuenta. La conclusión no puede ser más descorazonadora: “De día su tarea es sufrir y penar; de noche no descansa su mente. También esto es vanidad” (1,23). Yo recomendaría la lectura serena del libro del Eclesiastés a quienes todavía albergan la vana ilusión de que, haciéndose ricos, van a comerse el mundo, ser admirados por todos y sentirse plenos.

Jesús no es el Qohelet. No está en contra del esfuerzo, el trabajo y la prosperidad. No es un aguafiestas. Disfruta comiendo con la gente y bailando en las bodas. Pero sabe muy bien que hay un tipo de riqueza que es como un veneno, aquella que aísla al hombre de los demás y de Dios encerrándolo en la cárcel de su codicia. En la parábola del rico insensato que manda construir más graneros para almacenar toda su cosecha y luego dedicarse a la buena vida y a descansar no aparecen más personajes que el rico, sus bienes… y Dios. Allí no se hace mención de los familiares de este hombre opulento, ni de sus amigos, ni de los pobres. Todo su mundo se reduce a “sus bienes”. Todo gira en torno al poseer y disfrutar. Dios aparece en escena para recordarle que ese mundo tan pequeño puede desaparecer en cualquier momento: “Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has preparado?” (Lc 12,20). 

Lo que Jesús critica no es la riqueza en sí misma (que puede tener una gran utilidad social), sino la codicia, ese virus que infecta todo cuanto toca. Lo dice con meridiana claridad: “Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Muchos hombres y mujeres de hoy pondrían en tela de juicio estas palabras de Jesús porque parecen contradecir lo que observamos a diario. De hecho, a primera vista, los que disponen de recursos materiales tienen asegurada la comida, el techo y la diversión, pueden permitirse un tratamiento caro en caso de enfermedades graves, disfrutar de una jubilación sin agobios y dejar un buen legado a sus herederos. ¿No consiste en esto una vida plena? La respuesta es tajante: no. Si todo eso es fruto de la codicia –y, por tanto, implica la ruptura de los lazos (con uno mismo, con la naturaleza, con los demás y con Dios) que dan sentido a la vida– entonces el resultado es un fracaso total. Jesús nos lo advierte sin rodeos. No quiere engatusarnos. Depende de nosotros hacerle caso a él o fiarnos de la publicidad. También aquí es válida “la prueba del algodón”. Y ya se sabe que “el algodón no engaña”.



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