jueves, 8 de agosto de 2019

Al filo del amanecer

Tengo abierta la ventana de mi cuarto. A esta hora matutina la temperatura es fresca. Oigo de lejos el ruido de los coches que circulan por la carretera que une El Escorial con Guadarrama. Oigo de cerca el canto de los jilgueros que empiezan la jornada con alegría. Me dispongo a afrontar el último día del taller que he impartido en este rincón de la sierra madrileña, a cuatro pasos del imponente monasterio de El Escorial. Mientras hago balance de la experiencia vivida, pienso en el misionero claretiano que ha sido secuestrado en el norte de Camerún, en el coetáneo fallecido hace un par de días a consecuencia de un coma diabético, en la incierta situación política en España, en las personas que encontraré en los próximos días, en la figura de santo Domingo de Guzmán cuya fiesta celebramos hoy, en los viajes y proyectos que me aguardan en las próximas semanas, en las personas que tal vez están esperando un gesto de cercanía, en el encuentro de jóvenes claretianos de Asia oriental, en las próximas fiestas patronales de mi pueblo natal… Me sorprendo de la capacidad que tiene la mente humana para colocar cada cosa en su sitio o, por lo menos, para no sentirse perdida en el mar de acontecimientos, personas, ideas y emociones. Y como hago a menudo, repito varias veces una frase que se ha convertido en estribillo de mis vaivenes misioneros: “En tus manos, Señor, encomiendo mi vida”.

A medida que pasa el tiempo y se suceden tantos cambios vertiginosos en el campo de la ciencia, la tecnología, las comunicaciones, la economía, la política y la ética, se me hace más evidente la necesidad de estar anclado en Alguien que no pasa, no porque sea una mole granítica, sino porque es un amor fiel, imperecedero. Cambia como cambia el amor, siendo siempre el mismo y siempre distinto. Sin esta experiencia fontal, me pregunto cómo podría resistir tantos cambios sin sentirme deshecho. Me pregunto dónde encuentran su unidad interior las personas que no creen en Dios, qué o quién les permite mantener una vida serena y armoniosa en medio de las continuas transformaciones. Es verdad que los seres humanos podemos convertir algunas realidades en pasiones. Conozco a gente que vibra con su trabajo creativo, con su ilusión por el fútbol o la política o con algunas relaciones que considera esenciales en su vida, pero percibo una distancia insalvable entre estas pasiones y la pasión por Dios. Las primeras producen exaltación; la segunda, exultación. No hay color. Se me hace difícil expresar la diferencia con palabras inteligibles, pero creo saber a qué me estoy refiriendo. O tal vez es más un anhelo que una realidad poseída. En el campo de la fe no poseemos nada. Nos sabemos poseídos por un Amor que nos supera.

Me llega la hora de la oración matutina. Tengo que cortar aquí la entrada de hoy. Mi ventana da al este, así que veo el sol naciente. Ver amanecer en una mañana de verano es una experiencia de resurrección. Aunque solo sea por esta dicha, merece la pena madrugar. ¡Si supiéramos leer con más sagacidad el libro de la naturaleza en el que Dios nos transmite los mensajes esenciales acerca de la vida! Admiro a las personas que tienen esta capacidad. Ellas son como centinelas del Absoluto en un mundo que ha maltratado la naturaleza, que la ha explotado impunemente, que ha despreciado su sabiduría con desdén. Estamos dándonos cuenta ahora de nuestro orgullo insensato. Es quizás un poco tarde, pero más vale tarde que nunca. El verano se presta a un cursillo acelerado de sabiduría ecológica, sobre todo para quienes vivimos sometidos al estrés de la ciudad.


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