jueves, 15 de agosto de 2019

Mirar hacia arriba

Anoche, como cuando era niño, me emocioné viendo cómo el pueblo de Vinuesa entregaba una vela a su “excelsa patrona” la Virgen del Pino y cómo cantaba la Salve Regina en una de las versiones de Hilarión Eslava. Hoy celebraremos la solemnidad de la Asunción de la Virgen María. En mi pueblo natal nadie se refiere a este día con su denominación litúrgica oficial. Todos hablan del “día de la Virgen” o a lo más de la fiesta de Nuestra Señora del Pino. El dogma de la asunción queda como subsumido en la fiesta de la Virgen. La leyenda que hay detrás de esta denominación es hermosa y comparte los rasgos esenciales de otras historias y leyendas de hallazgos de imágenes marianas escondidas en parajes muy diversos: a veces, por motivo de la invasión mora; otras, por razones varias. El denominador común es que, una vez hallada la imagen, los pueblos comienzan (o prosiguen) su veneración con entusiasmo. El liturgista Casiano Floristán, que estudió a fondo las numerosas advocaciones marianas de España y Portugal, concluyó que casi se puede reconstruir la rica flora ibérica atendiendo a los nombres que el pueblo ha ido dando a la Virgen. Los títulos son casi incontables: Virgen del Camino, de las Viñas, del Espino, de la Fuencisla, del Prado, de la Montaña, del Valle, del Henar, del Rocío… Y, por supuesto, Virgen del Pino. Vinuesa y Canarias comparten esta advocación.

Para un Misionero Hijo del Inmaculado Corazón de María, hablar de la Madre es siempre una gracia. La celebración de su asunción me invita a pensar en la necesidad de promover en nuestro mundo un poco romo una espiritualidad “hacia arriba”. Se ha insistido tanto en los últimos 50 años en una espiritualidad “hacia abajo”, con los pies en la tierra, encarnada, inculturada, liberadora, que siento que ha llegado la hora de acentuar el otro polo para no romper la armonía de la fe. Hoy el problema no es tanto reducir el cristianismo a un camino “hacia el cielo”, cuanto convertirlo en una mera ética del cambio social. Pareciera que –escépticos como somos respecto del “cielo nuevo y la tierra nueva”– nos interesara solo construir una especie de cielo en la tierra por aquello de que “más vale pájaro en mano que ciento volando”. Un cuerpo bien alimentado y una mente instruida son más tangibles que una existencia celeste de la que apenas sabemos decir una palabra coherente. El mensaje de Jesús solo resulta atractivo para muchas personas en cuanto motor de cambio social. Todos sus otros armónicos (sobre todo los que nos lanzan a una dimensión trascendente) quedan como en sordina o incorporados al acorde principal. Consciente o inconscientemente, estamos transmitiendo un mensaje parecido a este: “En realidad no creemos que exista un cielo más allá de esta realidad física. El cielo (y el infierno) son situaciones históricas que tienen que ver con el mayor o menor compromiso de lucha por un mundo más justo”. En este contexto, el dogma de la asunción de la Virgen María es casi superfluo. Queda reducido a una especie de símbolo que nos habla de su vida en Dios y de su sueño de un mundo nuevo.

Creo, sin embargo, que la fe de la Iglesia es neta al respecto, por más contracultural que resulte. Confesar la asunción de María significa afirmar que ella está gozando de la vida plena en Dios y que todos los que creemos en Jesús estamos llamados, como ella, a una vida que va “más allá” de todas las posibles realizaciones mundanas. Creer en nuestra “vocación de cielo” no significa minimizar nuestro compromiso histórico en la tierra; ayuda a darle su verdadero horizonte de sentido. La Virgen del Pino nos invita a mirar a lo alto, a saber que nuestra vida está llamada a la plena comunión con Dios, a no hundirnos en los fracasos de la vida, a luchar con fuerza como si todo dependiera de nosotros pero sabiendo que la historia está en manos de Dios, a anhelar el cielo, a no dejarnos seducir por las falsas promesas de “cielos” terrenales (sean políticos, económicos, sexuales, lúdicos, etc.), a relativizar todo sin despreciar nada verdaderamente humano… Quisiera compartir hoy con mis paisanos algunos de estos pensamientos mientras disfruto del encuentro de todos en torno a la Madre. La fiesta rompe muros y estrecha manos. ¿Qué poder de atracción tiene la Madre que congrega incluso a aquellos que apenas creen en ella o a quienes se encuentran distanciados? Con las palabras del canto vespertino de ayer, le digo: “Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre”.



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