viernes, 17 de agosto de 2018

Aprender a hablar

Acostumbrados a los mensajes cortos de Facebook o Twitter y a las apócopes de WhatsApp, cada vez nos cuesta más trabar una conversación articulada y significativa. Nos manejamos bien en las distancias largas a base de frases hechas, emoticones e infinidad de archivos de vídeo y de sonido que enviamos y reenviamos. Son pocos los materiales elaborados por nosotros mismos. Por el contrario, son muchos los posibles destinarios. Sin embargo, se nos hace cada vez más cuesta arriba abordar las distancias cortas, enhebrar una historia completa, aguantar la mirada y no echar mano del teléfono móvil cada vez que suena el típico sonido de los mensajes entrantes. Hablar y escuchar están siendo verbos en desuso. Hemos aumentado nuestra capacidad de oír infinidad de sonidos, a la vez que hemos reducido la capacidad de escuchar lo que de verdad interesa. Enviamos mensajes de todo tipo –a veces sin saber casi su contenido– mientras experimentamos dificultades para hablar desde el corazón y con un mínimo de orden y corrección. Sí, también la corrección es importante. A un lenguaje pobre corresponde un pensamiento débil y viceversa. Echo de menos la capacidad que tenía mi abuelo materno y muchos de su generación para entablar interesantísimas conversaciones durante horas, sin ser esclavos del tiempo, manteniendo siempre la atención del interlocutor, sazonando el discurso con chispas de humor y anécdotas del pasado y del presente. 



Ayer, en mi homilía de la fiesta de san Roque, hablé de algunos miedos y sueños de los jóvenes de hoy. No pretendía ser exhaustivo, ni siquiera muy preciso. Fueron solo impresiones a flor de piel. Al acabar la misa, uno de mis amigos me dijo que había echado de menos la mención de un miedo que es muy frecuente hoy: el miedo a hablar en público o glosofobia. Si he de ser sincero, al principio me pareció un miedo superficial, secundario. Muchas personas pasan la mayor parte de su vida sin verse obligadas a hablar en público. Se mueven siempre en círculos privados. Más tarde pensé que tal vez mi amigo tenía razón. Hablar en público no significa solo convertirse en un buen orador como Barack Obama, por ejemplo, sino ser capaces de articular nuestro pensamiento y de compartirlo con otras personas. Uno habla en público para exponer, ilustrar, convencer, exhortar, animar, promocionar, etc. O simplemente para compartir con otros los propios sentimientos e ideas. Aprender a hablar en público implica aprender a percibir lo que nos sucede por dentro, evaluarlo, organizarlo y exponerlo. Un discurso caótico revela, por lo general, un pensamiento igualmente caótico. No sé si en el sistema educativo español hay alguna asignatura que aborde este aprendizaje. En algunos países anglosajones es una práctica común. Aprender a hablar (en público) significa aprender a pensar y viceversa. 

Confieso que me resulta más fácil hablar con las personas mayores que con la mayoría de personas jóvenes, aunque hay significativas excepciones. Y no solo por proximidad generacional y códigos comunicativos, sino porque, en general, las personas mayores poseen una mayor capacidad expresiva, manejan menos tópicos, provienen de una cultura más lógica que icónica y están acostumbradas a expresarse con desparpajo. Comprendo muy bien que a la mayoría de los jóvenes los textos que se proclaman en las celebraciones litúrgicas, por ejemplo, les resulten incomprensibles. Se trata, por lo general, de un problema de falta de formación bíblica, pero, más aún, de capacidad lingüística. No estamos ya muy acostumbrados a oír historias y relatos, sino a ver vídeoclips. Cada lenguaje tiene sus posibilidades y limitaciones. Por eso, es bueno caer en la cuenta de lo que ganamos y perdemos y tratar de buscar un buen equilibrio. En fin, todo esto venía a cuenta de la importancia de aprender a hablar en público. Está claro que también yo estoy afectado por un cierto desorden. Serán cosas del tiempo.

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