lunes, 6 de agosto de 2018

Una luz entre dos oscuridades

Una ola de calor recorre la península ibérica. En el Algarve portugués los incendios están devorando grandes extensiones de arbolado. Es el tributo injusto que se paga al dios del Fuego cada verano. Pero esta segunda semana de agosto comienza con una fiesta refrescante: la de la Transfiguración del Señor. Es verdad que hoy recordamos también la bomba atómica sobre Hiroshima (1945), la muerte de Pablo VI (1978) y otros acontecimientos luctuosos de la historia de la humanidad, pero sobre todos arroja luz la experiencia de Jesús con sus amigos Pedro, Santiago y Juan “en un monte alto”. El relato de los sinópticos se sitúa entre el primer y el segundo anuncio de la pasión y muerte de Jesús. Es como si quienes hemos decidido seguirlo necesitáramos una experiencia de alivio para afrontar las pruebas de la vida. Nunca nos faltan problemas. Cuando no es la salud, son las relaciones. Y si no, el trabajo, la economía, la familia, etc. Es como si nuestra vida cotidiana estuviera salpicada siempre por “pasiones” y “muertes” que nos van robando la esperanza y las ganas de vivir. 

Cuando nos abruman los problemas, cuando nos parece que ya no merece la pena seguir luchando por lo que hasta ahora considerábamos conveniente y aun necesario, entonces, cargados con nuestras mochilas llenas de preocupaciones, necesitamos subir “a un monte alto” en compañía de Jesús y sus amigos. Necesitamos una experiencia de luz que ilumine nuestra oscuridad. Lo que sucede en el monte es una revelación. La voz de Dios nos da la clave para saber en qué dirección tenemos que caminar: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”. Puede haber otras personas sabias e inspiradoras, podemos encontrar ayuda en la ciencia, la técnica, la filosofía o las tradiciones populares, pero solo Jesús es el Hijo amado. Por eso, aunque oigamos otras voces, solo escuchamos la suya como la Palabra que da vida. Descender al valle de la vida cotidiana con la convicción de que en Él encontramos el camino, la verdad y la vida, nos permite afrontar las pruebas diarias con esperanza, sin sucumbir a la sensación de que ya no hay nada que hacer. El rostro resplandeciente del Jesús transfigurado nos recuerda que no hay situación, por desesperada que parezca, que no pueda ser “transfigurada”, transformada por Él y en Él. 

Cuando la experiencia de Jesús se nos hace luminosa nos gustaría que no tuviera fin. Como Pedro, también nosotros quisiéramos construir una tienda para permanecer acampados en la cumbre del monte donde parece que el Misterio de Dios se hace visible y tangible. Pero Jesús nos invita a bajar al valle, a no temer el combate diario, a afrontar los problemas con ánimo, a no hacer de Dios la respuesta fácil a todo, sino la fuente de energía y de esperanza. El cristiano es una persona que se abandona en Dios, pero eso no significa que deje de combatir. A mayor confianza, mayor capacidad de lucha. A mayor experiencia de gracia, mayor compromiso cotidiano. A más cercanía con Dios, más servicio a los hombres. No es fácil digerir este mensaje cuando los 40 grados de temperatura ardiente amenazan nuestra integridad física y emocional.

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