martes, 21 de agosto de 2018

No me lo creo

Mientras estaba tecleando la entrada de ayer, mi sobrina de ocho años leyó la frase referida al encuentro con Jesús. Con el atrevimiento de los niños, me preguntó: “¿Tú te has encontrado con Jesús?”. Antes de que yo pudiera responder en un sentido u otro, ella me disparó cuatro palabras: “No me lo creo”. Una niña de ocho años no puede creer que yo me haya encontrado con un varón de unos 30 años, larga túnica y abundante cabellera por una de las calles de nuestro pueblo. Como es natural, ella no concibe otro tipo de “encuentro” que el que solemos establecer cuando nos encontramos físicamente con alguien. No es el momento de sutilezas filosóficas o teológicas. Si yo no me he encontrado con Jesús de Nazaret por la calle o en mi casa, ¿qué quiero decir cuando digo que “me he encontrado” con él? Esta pregunta me acompaña desde hace muchos años. Damos por supuesto que sabemos la respuesta, pero no es tan fácil articularla. 

Hoy recupero mi viejo oficio de profesor de teología. Comparto con los lectores del Rincón una reflexión, excesivamente larga para este blog, pero espero que útil para afrontar la cuestión del “encuentro con Jesucristo”. 


“Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre” (Hb 13,8) Esta frase de la carta a los Hebreos resuena con fuerza siempre que abordamos el asunto de Jesucristo. El mundo cambia. Tú cambias. El Señor del tiempo es siempre el Señor de cada tiempo. Es siempre el mismo y, a la vez, distinto, aprende todos los dialectos del mundo, ofrece un rostro reconocible. Somos cristianos por él y en él. La existencia cristiana es Jesucristo. No puede decirse algo análogo de ninguna otra religión respecto de su personaje clave. Esto significa que ser cristiano no es, en primer término, aceptar un credo compuesto por dogmas; o atenerse estrictamente a un código moral basado en el evangelio y actualizado por el magisterio de la Iglesia; u observar con escrúpulo los ritos establecidos; ni siquiera pertenecer jurídicamente a la comunidad eclesial. Todo esto forma parte de una fe madura, pero no constituye su núcleo. Ser cristiano es, ante todo, la adhesión personal a Jesucristo mediante la fe en el seno de su comunidad que es la Iglesia. Benedicto XVI lo resumió así al comienzo de su encíclica Deus Caritas Est: “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (n. 1). 

Esta centralidad de Jesucristo es lo que hace particularmente atractivo y a la vez problemático al cristianismo. Si ser cristiano significa adherirse personalmente a Jesucristo, encontrarse con Él, ¿cómo entender de manera significativa un encuentro con alguien que ya no existe o, por lo menos, a la manera de las personas con las cuales nos encontramos en la vida diaria? 

Que el encuentro no es meramente físico parece evidente. Nadie ha visto a Jesús en su casa, vestido con una túnica inconsútil y con sandalias, tal como aparece en las representaciones iconográficas. Es imposible encontrarse físicamente con alguien que dejó físicamente de existir hace veinte siglos. Si siguiéramos este camino, podríamos toparnos con dos hombres con vestidos deslumbrantes que nos dirían: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24,5). 

Tampoco se trata –según la fe de la Iglesia– de un mero encuentro sentimental o simbólico como el que se produce cuando alguien se encuentra con Beethoven escuchando La Novena Sinfonía o con Cervantes leyendo El Quijote

Y mucho menos de una especie de encuentro transpersonal. Jesús no es un espectro o un fantasma. Si lo viéramos así, él mismo podría decirnos como a los discípulos después de su resurrección: “¿De qué os asustáis? ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior? Ved mis manos y mis pies; soy yo en persona (egó eimi autós). Tocadme y convenceos de que un fantasma no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lc 24,38). 

Y, sin embargo, cualquier creyente maduro suele utilizar este término para referirse a su experiencia de fe: “Me he encontrado con Jesús”. Que hubo “encuentros” en el comienzo y que los sigue habiendo hoy parece claro. De lo contrario, no existiría el cristianismo. En el mejor de los casos, el recuerdo de Jesús se reduciría a una simple y minúscula reseña histórica. El Nuevo Testamento está lleno de relatos en los que se narran los encuentros transformadores de muchas personas con Jesús: desde los pastores (cf. Lc 2,16), hasta María Magdalena (cf. Jn 20,10-18) pasando por los primeros discípulos (cf. Jn 1,31-51), Mateo (cf. Mt 9,9-13), el joven rico (cf. Mc 10,17-31), la mujer samaritana (cf. Jn 4,1-42), Zaqueo (cf. Lc 19,1-10), la mujer pagana (cf. Mc 15,21-28), el ciego Bartimeo (cf. Mc 10,46-52), el centurión romano (cf. Lc 7,1-10), el anciano fariseo Nicodemo (cf. Jn 3,1-21), y tantos otros enfermos, pobres y necesitados. 

El encuentro con Jesucristo es un proceso complejo –pero, a la vez, sencillo para los que tienen un corazón humilde (cf. Lc 10,21)– en el que intervienen varios factores que están íntimamente relacionados entre sí. Voy a sintetizarlos en cinco:

1) La acción del Espíritu Santo y de la Virgen María. No es posible que una persona de cualquier edad, espacio, tiempo o condición se “encuentre” con el Resucitado –con alguien, por tanto, que no existe ya bajo condiciones espacio-temporales– si no es mediante la acción del Espíritu Santo. Solo el Espíritu puede trascender las coordenadas espacio-tiempo y hacernos presente al Resucitado. Este es el mensaje del cuarto evangelio, escrito a finales del siglo I para creyentes “a distancia”; es decir, personas que no conocieron físicamente a Jesús. En él aparece el Espíritu Santo como aquel que irá recordando a lo largo de la historia lo que Jesús ha dicho (cf. Jn 14,26) y conducirá al creyente hacia la verdad plena (cf. Jn 16,12-13). El Espíritu Santo no es una persona al margen de Jesús, porque “toma de lo suyo y lo interpreta” (Jn 16,15). Pablo se sitúa en una perspectiva semejante: “Nadie puede decir Jesús es Señor si no es movido por el Espíritu Santo” (1 Cor 12,3b). La primera carta de Pedro transmite un mensaje que parece escrito para quienes hoy nos debatimos entre la fe y la duda, el compromiso y el cansancio: “Todavía no lo habéis visto, pero lo amáis; sin verlo creéis en él y os alegráis con un gozo inefable y radiante; así alcanzaréis la salvación, que es el objetivo de vuestra fe” (1 Pe 1,8-9). 

Cuando examinas tu experiencia de relación con Jesús, ¿eres consciente de que tu fe en él es fruto del Espíritu Santo y no simplemente el resultado de la educación recibida o de tu búsqueda personal? Que el encuentro haya de ser necesariamente espiritual no significa que sea inconsistente o irreal. Espiritual no se opone a material, no es sinónimo de psíquico. Significa que “viene del Espíritu” y, por tanto, que no nace del esfuerzo humano o de cualquier otra instancia inmanente. Sin esta referencia fontal a la acción del Espíritu Santo, el cristianismo pierde su alma y Jesucristo deja de ser el Viviente, el “contemporáneo de todo hombre” (Karl Barth), para engrosar la galería de personajes ilustres de la humanidad. Sin el Espíritu Santo, el “encuentro” transformador con Jesús se reduce a inspiración sapiencial, motivación ética o disfrute estético. 

El encuentro con Cristo se produce también a través de María. El principio ascético Ad Jesum per Mariam (a Jesús por María), acuñado por san Luis María Grignion de Monfort, no es solo una frase devocional: expresa una verdad de fe, corroborada por la experiencia de muchos creyentes que han llegado a creer en Jesús de la mano de María. En el Credo confesamos que el Hijo “por obra del Espíritu Santo se encarnó en María la virgen, y se hizo hombre”. La Iglesia confiesa que María sigue engendrando a Cristo, como madre de la fe, en el corazón de los creyentes. 

Pídele al Espíritu Santo y a María que te revelen el rostro “escondido” de Jesús en cualquiera de sus múltiples presencias (cf. Sacrosanctum Concilium, 7): 
  • La Palabra: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra. Y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 22). 
  • Los sacramentos: “Haced esto en memoria mía” (1 Cor 11,24). 
  • La comunidad: “Donde dos o tres estén reunidos en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos” (Mt 18,20). 
  • Los pastores de la comunidad: “El que a vosotros escucha, a mí me escucha” (Lc 10,16). 
  • Los pequeños y necesitados: “Quien acoge a uno de estos pequeños en mi nombre, me acoge a mí” (Mc 9,37). 
  • La historia: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final de los tiempos” (Mt 28,20). 

2) El acercamiento histórico-crítico. ¿Cómo distinguir una verdadera experiencia del Espíritu y de encuentro con María de los posibles sucedáneos? Para evitar confundir la experiencia espiritual o mariana con un simple fenómeno psíquico y para no incurrir en reduccionismos de tipo iluminista o fideísta, es necesario un acercamiento crítico al Jesús de la historia. El Cristo de la fe es el Jesús de la historia. Por mucho que cierta crítica contemporánea quiera seccionar ambas dimensiones no puede ir contra la fe de la iglesia, la experiencia de los místicos y seguramente tu propia experiencia personal. Como sabemos, la historiografía actual ha renunciado a escribir una biografía (en el sentido técnico) de Jesús de Nazaret, pero puede enunciar conclusiones valiosas sobre sus hechos y dichos hasta dibujar una silueta históricamente acreditada y humanamente extraordinaria, capaz de fundar y dar solidez a un auténtico encuentro interpersonal. En este sentido, la teología kerigmática superó los reduccionismos de la teología liberal y de la teología dialéctica. No hay que olvidar que, desde el punto de vista teológico, la fe cristiana es una fe que acoge la revelación de Dios en la historia. A través de hechos históricos (y no por introspecciones psíquicas o prácticas mágicas), el hombre, esencialmente histórico, puede comprender la palabra que Dios le dirige. La producción bibliográfica actual sobre estas cuestiones es tan ingente que resulta imposible resumirla en pocas líneas. 

Nosotros confesamos que “la Palabra se ha hecho carne” (Jn 1,18), que Dios se ha hecho hombre, que ha entrado en nuestra historia (Cur Deus homo). Cualquier gnosticismo, antiguo o moderno, burdo o sutil, cualquier intento de disolver el misterio de la “encarnación de Dios” en mito, se estrella frente al hecho desnudo de “un niño acostado en un pesebre” (Lc 2,16). 

En medio de la sombra y de la herida
me preguntan si creo en ti. Y digo
que tengo todo cuando estoy contigo:
el sol, la luz, la paz, el bien, la vida.

Sin ti, el sol es luz descolorida.
Sin ti, la paz es cruel castigo.
Sin ti, no hay bien ni corazón amigo.

Sin ti, la vida es muerte repetida.

Contigo el sol es luz enamorada
y contigo la paz es paz florida.
Contigo el bien es casa reposada



y contigo la vida es sangre ardida.
Pues si me faltas Tú, no tengo nada:
ni sol, ni luz, ni paz, ni bien, ni vida
.

(José Luis Martín Descalzo) 

En las últimas décadas, la llamada “tercera búsqueda” (third quest), cultivada, sobre todo, en ámbitos anglosajones, ha ensanchado el campo de la investigación. Además de los manuscritos, se sirve de los datos provenientes de la arqueología, la sociología del cristianismo primitivo, etc. Todo puede contribuir a dar solidez a nuestro conocimiento del Jesús de la historia. Ahora bien, para un creyente el acercamiento crítico al Nuevo Testamento y a las disciplinas que investigan sobre Jesús no se puede desvincular del acercamiento a la comunidad que mantiene viva su presencia en la historia y que ha “producido” los escritos sobre él. No podemos separar el cuerpo de la cabeza y viceversa. Pretender llegar a Jesús prescindiendo de su comunidad o reduciendo ésta solo a su estadio primitivo –como sucede en quienes reivindican un cristianismo sin iglesia o consideran que “todo lo auténtico terminó en el siglo IV”– es una empresa insostenible. Entre Escritura e Iglesia se da una relación de mutua dependencia. Ambas son “creaciones del Espíritu”, realidades vivas, no fósiles. Sin iglesia no hay Escritura (¡El Nuevo Testamento no cae llovido del cielo ni surge por generación espontánea o producido por “sabios” extra-comunitarios!). Pero, al mismo tiempo, la Escritura es siempre fuente e instancia crítica para la misma comunidad que la ha producido asistida por el Espíritu de Jesús (¡La iglesia es siempre “comunidad que surge de la Palabra y vive de ella”!). 

3) La necesidad de buscar y esperar. La historia nos ayuda a ver a Jesús como un hombre de carne y hueso, no como un mito sobre el que proyectar nuestras cambiantes interpretaciones de la realidad. La fe nos permite reconocer en él al Hijo de Dios, al Señor, al Mesías. Pero, aunque tengamos una experiencia espiritual contrastada históricamente, siempre podemos escandalizarnos de Jesús, no llegar a entender qué tiene que ver este hombre (y su propuesta de salvación) con las preocupaciones más hondas de la existencia. En otras palabras, siempre podemos vivir la relación con Jesús como un “añadido” que, de no existir, no cambiaría significativamente nuestra vida. De hecho, hay personas que “han creído” en Jesús, luego han dejado de creer en él y han seguido viviendo... con aparente normalidad. No se ha hundido el mundo debajo de sus pies. Por eso, para calibrar la hondura de nuestro encuentro con Jesús, para que él pueda ser respuesta a nuestras preguntas, se requiere por nuestra parte una actitud de búsqueda, de expectativa. 

Jesús se presenta a sí mismo como “el camino, la verdad y la vida” (cf. Jn 14,6). Pero, ¿qué sentido tiene hablar de Jesús como “camino” a aquellos que están satisfechos con su situación y no están dispuestos a ponerse en marcha? ¿Qué valor tiene Jesús como “verdad” en tiempos de relativismo en los que para muchas personas no hay ninguna referencia estable? ¿Cómo puede descubrir a Jesús como “vida”quien se aferra a lo que tiene? Quien no busca no encuentra. Quien no cuestiona su modo de vivir no crece. 

Por eso, la primera intervención de Jesús en el evangelio de Juan es una pregunta: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,37). A los discípulos que bajan entristecidos de Jerusalén a Emaús les dice: “¿Qué conversación lleváis por el camino?” (Lc 24,17). En otras palabras: ¿Qué os preocupa? ¿Qué significa para vosotros vivir? ¿Cómo buscáis la felicidad? Son estas las preguntas que dan consistencia al encuentro con Jesús. Solo cuando vivimos a este nivel de profundidad, el encuentro con él resulta significativo. Al hablar en estos términos pudiera dar la impresión de que se elimina la gratuidad del encuentro, de que la fe en Jesús fuera la coronación de nuestra propia búsqueda.

En realidad, todo encuentro es siempre una experiencia de gracia, un acontecimiento inaudito, una semilla que Alguien siembra en nuestro campo y que crece sin que sepamos cómo. Pero Jesús mismo se encargó de explicar, en relación con la eficacia de la palabra, que, aunque ésta sea poderosa, el fruto no solo depende de ella sino también de la diversa calidad del terreno (cf. Mc 4,3-20). No es lo mismo ser “borde del camino” (cf. Mc 4,15), “terreno pedregoso” (cf. Mc 4,16-17), “cardo” (cf. Mc 4,18-19) o “tierra buena” (cf. Mc 4,20). 

A veces, tenemos la misma experiencia de María Magdalena: “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto” (Jn 20,13). Esta sensación se acrecienta en aquellos lugares en los que se vive una cultura del “día después”, como si el asunto de Jesús fuera una página ya leída del libro de la historia y no mereciera más atención. 

4) Los signos reveladores. En el proceso de encuentro con Jesús, en íntima conexión con la búsqueda y la expectativa, hay que hablar de la necesidad de los “signos” (miracula); es decir, de algunos hechos significativos y comprobatorios que indiquen, a quien busca, la dirección del camino. Los signos no demuestran la verdad de la fe, pero sí pueden mostrar su coherencia y, sobre todo, ayudan a distinguir la fe de sus posibles deformaciones. Los milagros (que son signos en función de la fe y no manifestaciones exhibicionistas o lucrativas de Jesús), la extraordinaria coherencia de su vida (manifestada en acciones y palabras), la experiencia sorprendente de su resurrección (significativa solo desde la fe) y la potencia humanizadora que la aceptación de su persona produce en el creyente son algunos de los signos principales. 

Nosotros podemos reconocernos en la pregunta de Juan el Bautista: “¿Eres tú el que tenía que venir o hemos de esperar a otro?” (Lc 7,19). Para que te resulte cercana, puedes acomodarla a la situación que estás viviendo: ¿Eres tú el que ha de venir o, más bien, todo depende de los avances científicos? ¿Eres tú el que ha de venir o lo que necesitamos es una terapia psicológica? ¿Eres tú el que ha de venir o lo que hace falta es un profundo cambio del sistema económico mundial? La respuesta de Jesús no es ni “sí” ni “no”. No ofrece conceptos ni un plan de acción global. Invita a abrir los ojos y ver algunos signos que transforman las vidas de las personas más necesitadas: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia; y dichoso el que no encuentre en mí motivo de tropiezo” (Lc 7,22-23). 

También hoy hay muchas personas que están entregando su vida para aliviar el dolor de los que sufren: inmigrantes indocumentados, desocupados de larga duración, toxicómanos, familias desestructuradas, refugiados, niños explotados, adolescentes enrolados en bandas, ancianos sin pensión, etc. ¿Las reconoces? 

Es verdad que hoy estamos viviendo en algunas regiones del mundo una “noche” en la que no se percibe la luz de Cristo, un verdadero eclipse. Pero es igualmente cierto que siguen anunciando buenas noticias y estrellas que nos conducen a Jesús. No importa que seamos rudos como los pastores o sabios como los magos. Lo importante es ser humildes buscadores, reconocer los pequeños signos en los que Jesús se hace visible hoy, y ponernos en camino. 

5) La actitud comprometida. Aunque pueda parecer algo extraño, el verdadero encuentro con Jesús exige, además de las condiciones señaladas antes, una actitud vital y operativa en la línea de su mensaje. O, dicho de otra manera, es imposible encontrarse con Jesús si transitamos por los caminos que él no recorre, si nos contentamos con una búsqueda meramente intelectual. El evangelio está repleto de indicaciones en este sentido. La parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,25-37) muestra que Jesús es, al mismo tiempo, el hombre herido al borde del camino y el samaritano que se acerca, cura las heridas con aceite y vino, las venda, monta al herido en su cabalgadura, lo lleva al mesón, cuida de él y paga al mesonero para que lo siga haciendo. Siete verbos repletos de fuerza y compromiso. 

Pero quizá sea el texto de Mt 25,31-46 el que con más claridad responde a la pregunta acerca de dónde podemos encontrar hoy a Jesús: “Os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). ¿Qué es lo que podemos hacer? También la respuesta es concreta, comprensible, humana: “Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era forastero, y me alojasteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y fuisteis a verme” (Mt 25,35- 36). 

¿No crees que tu búsqueda podría ser más más auténtica y luminosa, si estas palabras de Jesús se convirtieran en tu programa? Mirando el contexto en el que vives, ¿a quién puedes dar de comer o de beber, vestir o visitar? Los pequeños signos, cuando surgen de un corazón renovado, cambian el mundo. No te preguntes demasiado dónde encontrar a Jesús hoy. Él te lo ha dicho con claridad. Ponte en camino.



3 comentarios:

  1. Muchísimas gracias Gonzalo... Es "plato fuerte" para ir digiriendo poco a poco, pero aporta mucha luz...
    Me queda la intriga: ¿qué le respondiste a tu sobrina?.
    Mi experiencia es que cuando intento dar respuesta a alguna pregunta de un pequeñ@, que no suele ser fácil, me ayuda a aclararme a mi misma...
    Muchas gracias... Un abrazo

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  2. Realmente un pensamiento elevado y una gran lección. Exige varias lecturas para empaparse de un contenido tan sustancial y sustancioso y que, finalmente, resumes en io esencial y en lo que nos exige Cristo para seguirle de verdad.
    gracias

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  3. Por si sirve al P. Gonzalo en momentos de duda. Es moneda demasiado común protestar ante textos largos invitando o sugiriendo al autor que no escriba asi pues... no lo leerá nadie. En la!epoca del twitter el whatsaap el pensamiento débil, etc. Pues bien, aún debiendo considerarse las consecuencias de la saturación digital y la hiperestimulación a la que se nos somete con bombardeo de noticias, o vaciedades para aturdir y confundir, leer textos así es necesario para algunos. El que no quiera que no lo lea pero que no prive a otros del pan para el Espiritu. Agradezco profundamente este post al autor. Asi como a la simpática sobrina que dócil al angel de la guarda hizo lo que providentemente debía. Recordemos esa oración... habla por mi, ama por ni...

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