domingo, 5 de agosto de 2018

Un Jesús con sabor a pan

El domingo pasado el relato evangélico hablaba de cinco panes y dos peces; o sea, de los cinco libros de la Torá y de los dos complementos que permiten entender mejor la Ley: los profetas y los escritos menores (sapienciales). Al final, parece que el autor se olvida de los peces y todo el discurso se concentra en el pan. Tras la comida abundante, se recogen doce cestos de pan. No se dice una sola palabra sobre los peces. La liturgia de este XVIII Domingo del Tiempo Ordinario vuelve sobre el asunto del pan. Los admiradores de Jesús quieren que siga haciendo “milagros”, pero Jesús los va introduciendo en otro nivel. El verdadero pan que nutre la vida humana es Él mismo: “Yo soy el pan de vida”. Por eso, la única obra decisiva que se le pide al ser humano es creer en Jesús. En el evangelio de Juan –a diferencia de lo que ocurre en los sinópticos y en los escritos paulinos– no se emplea el sustantivo fe sino el verbo creer. Se trata de una acción que nos introduce en una relación personal con Jesús y, a través de Él, con Dios mismo. Necesitamos el pan material para satisfacer nuestras necesidades básicas, pero necesitamos, sobre todo, este pan supersustancial para dar sentido y plenitud a nuestra vida. 

A los creyentes nos pasa a menudo lo que les pasó a los israelitas en el desierto: que se nos hace largo y duro el camino de la fe. Echamos de menos algunos signos espectaculares que hagan más fácil la marcha. A falta de codornices y maná, añoramos los placeres que parecen disfrutar los no creyentes y que nosotros mismos poseíamos antes de tomarnos la vida de fe en serio. Es frecuente que quien ha tomado una opción seria por Jesús experimente, de vez en cuando, la tentación de volver atrás, de regresar a su anterior estilo de vida. Quizá no era plenamente satisfactorio, pero tenía sus compensaciones. ¡Hasta el pecado tiene su lado atractivo! Jesús nos pide mantener la confianza en Él, aun cuando no veamos ninguna ventaja. ¿Qué ganamos creyendo en Jesús? Nada y todo. Nada, porque le fe no supone ningún privilegio a la hora de afrontar las pruebas de la vida. No nos libra de una depresión ni estira nuestro sueldo a fin de mes. Todo, porque nos introduce en el Misterio del Todo que es Dios. 

En este mes de agosto es probable que muchos amigos europeos del Rincón estéis de vacaciones. En medio del descanso y de las diversiones, es posible hacernos algunas preguntas incómodas: ¿Qué me sucedería si dejara de creer en Jesús, si ya no me alimentase con el pan de su Palabra? ¿Cambiaría algo mi vida o seguiría, más o menos, como hasta ahora? ¿Es Jesús una especie de artículo de lujo (y, por tanto, algo prescindible) que añado a lo que ya soy, o es el fundamento sobre el que se apoya mi existencia? No sé si estas preguntas caben entre una cerveza y un café con hielo, pero son pertinentes paseando por la playa, subiendo a una montaña o entrando en la soledad de una iglesia cuando no hay nadie. Solo cuando experimentamos hambre valoramos el pan. Algo parecido sucede en relación con Jesús. Solo cuando la vida languidece sin Él entendemos qué significa que Él sea “el pan de vida”. No hace falta ser un experto en las Escrituras. Basta con auscultar nuestro corazón. Un domingo de verano puede ser una excelente oportunidad.

1 comentario:

  1. Pues si, caben estas preguntas y muchas más... Buen verano... Un abrazo

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