miércoles, 15 de agosto de 2018

Altura de miras

Hay tres solemnidades dedicadas a la Virgen María en el calendario litúrgico universal: la Inmaculada Concepción (8 de diciembre), Santa María, Madre de Dios (1 de enero) y la Asunción de la Virgen María (15 de agosto). La vida de María de Nazaret tiene otras muchas facetas; por eso, el calendario incluye también fiestas como la Natividad de María (8 de septiembre) y la Visitación (31 de mayo); y memorias como Nuestra Señora del Carmen (16 de julio), Santa María Virgen, Reina (22 de agosto), la Virgen de los Dolores (15 de septiembre), la Virgen del Rosario (7 de octubre) y la Presentación de la Virgen María (21 de noviembre). Los calendarios particulares de países, diócesis y órdenes religiosas añaden otras muchas. Dentro de este rico caleidoscopio mariano, hoy fijamos los ojos en la Virgen que asciende al cielo en cuerpo y alma; es decir, en el ser humano en el que, debido a su plenitud de gracia, no hay intersticio alguno entre su muerte y su resurrección. Por eso, en algunas tradiciones no se habla de la muerte de María sino de su “dormición”, de su paso de la vida terrena a la vida celestial. 

No es fácil para nosotros comprender el significado de este misterio. Las explicaciones teológicas ayudan, pero se mueven con esquemas conceptuales que distan mucho de los que usamos en nuestra vida cotidiana. Si en el caso de Jesús subrayamos el misterio de la Encarnación (el que era rico en su divinidad se hizo pobre por nosotros), en el caso de María acentuamos su Asunción como la plena comunión con Dios más allá del espacio y del tiempo. La Encarnación la representamos como un movimiento de bajada, mientras que la Asunción la vemos como una subida. Ambos conceptos (bajada y subida) son representaciones espaciales de una realidad que escapa a toda conceptualización. Pero, dentro de los límites de nuestro razonar, podemos ver en María a la mujer que ha “subido” a Dios, el prototipo de la realidad a la que todos estamos llamados: la plena comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La asunción de María es un fruto preclaro de la resurrección de su Hijo Jesús. 

Cuando uno cree que la Madre asunta precede a los hijos en esta peregrinación hacia la patria definitiva, entonces afronta la vida con “altura de miras”. Hace suyas las palabras de Pablo a los Colosenses: “Buscad las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la derecha del Padre” (Col 3,1). Tener altura de miras significa que no nos conformamos con menos que con una vida plena junto a Dios; por eso, no absolutizamos –aunque las valoremos– las cosas a las que solemos dar mucha importancia en el día a día: la salud, el bienestar, el prestigio o la fama. Sabemos que todo esto es relativo, que adquiere significado en la medida en que nos ayuda a no desviarnos de nuestra meta. Tener “altura de miras” no significa desentendernos de lo que llevamos entre manos. Quien de verdad tiene “altura de miras” (sueña con la patria definitiva) tiene “bajura de compromisos”, asume sus responsabilidades cotidianas con seriedad, pero sin el agobio de quien cree que todo depende de su esfuerzo. Con la confianza de que quien ve en María, asunta al cielo, la Madre que nos abre el camino y que intercede por nosotros que todavía peregrinamos por este “valle de lágrimas” y que tenemos que hacer frente a muchas dificultades. La asunción de María es, por tanto, una fuente de consuelo, esperanza y creatividad. 

Al mismo tiempo que os deseo a todos una feliz fiesta de la Asunción de la Virgen María (de modo especial a quienes celebran en este día la fiesta patronal de sus pueblos y ciudades), os pido una oración por todas las víctimas del desgraciado accidente que tuvo lugar ayer en Génova. Después de tantos años en Italia, me siento profundamente unido al pueblo italiano en estos momentos de dolor, en el corazón del ferragosto, una fecha muy significativa para nuestros amigos transalpinos.

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