jueves, 9 de agosto de 2018

Aupados sobre gigantes

Estos días de agosto están llenos de santos famosos. Ayer celebramos la memoria de santo Domingo de Guzmán (siglos XII-XIII), fundador de la Orden de Predicadores; hoy recordamos a santa Teresa Benedicta de la Cruz (siglo XX), judía conversa, filósofa, monja carmelita y mártir; y mañana celebraremos la memoria de san Lorenzo (siglo III), diácono martirizado durante la persecución de Valeriano. Necesitamos el recuerdo de hombres y mujeres auténticos para compensar un poco el exceso de inhumanidad que vivimos. Si no fuera por el recuerdo de los santos y de las personas buenas que han existido, creeríamos que el ser humano da poco de sí; que, en el fondo, no somos más que un grupo de homínidos que luchan por su supervivencia. Los santos representan lo mejor de la especie humana. En rigor, tendrían que ser declarados “patrimonio de la humanidad”. Es verdad que necesitamos también científicos, pensadores, artistas, políticos, etc., pero su aportación solo es de verdad transformadora si procede de personas que se han esforzado por vivir su humanidad.

Se dice que el verano es un tiempo propicio para la lectura, aunque yo confieso que es la estación del año en la que menos leo. Cada lector tiene sus gustos. Algunos no salen del territorio de las novelas; otros prefieren los ensayos o la poesía. Y no faltan quienes huyen de los libros de rabiosa actualidad y se refugian en los clásicos. Yo voy a hacer pequeñas incursiones en varios géneros. Tengo pendiente una larga novela histórica sobre el emperador Trajano. Estoy con un libro de teología de más de cuatrocientas páginas titulado Con infinito exceso. La fe cristiana a la luz de un Amor sobreabundante. Es la opera prima de Adrián de Prado Postigo, un joven claretiano que combina el rigor teológico con el cuidado del lenguaje. Quiero releer El Principito de Antoine de Saint-Exupéry y el De senectute de Cicerón y me adentraré en algunos libritos de espiritualidad que me han recomendado. Pero dejaría todo con gusto por una buena biografía de algún santo. Cada vez me interesa más comprobar lo que la gracia de Dios puede hacer para cincelar una existencia humana. Comprendemos el Evangelio, no solo meditando sus textos y tratando de hacerlos vida, sino acercándonos a las vidas de quienes lo han hecho carne en circunstancias históricas muy diversas y con estilos originales.

Estoy convencido de que todos seríamos mejores si nos acercáramos más a las vidas de los santos. No estoy hablando de esas biografías dulzonas que echan para atrás, sino de historias serias, atadas a los hechos, parcas en consideraciones ideológicas, escritas con rigor y un toque de belleza. Reconozco que no abundan, pero existen. Si uno quiere conocer la vida de Charles de Foucauld, puede leer El olvido de sí, escrito por Pablo d’Ors. Francisco de Asís se comprende mejor acercándose a Sabiduría de un pobre de Eloi Lecrec. E Ignacio de Loyola suena con otra melodía cuando uno lee El caballero de las dos banderas, de Pedro Miguel Lamet.  Hay muchas más. Constituyen un antídoto frente a tantas biografías de personajillos que llenan las páginas de la prensa del corazón y ocupan horas en algunos programas televisivos. Quien se alimenta de este tipo de personajes, acaba contagiándose de su frivolidad. Quien se familiariza con las vidas de los santos, descubre que hay otra forma de vivir, se siente impulsado a poner en primer plano los valores que más construyen la vida. Es cuestión de opciones: o auparse sobre gigantes que han vivido con dignidad y coraje o perderse en el mundo de los enanitos que los medios de comunicación nos regalan para saber si se han comprado una casa en Ibiza o un yate de 40 metros de eslora.


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