miércoles, 22 de agosto de 2018

Queda mucho por hacer

Me he leído la Carta del Santo Padre Francisco al Pueblo de Dios del pasado lunes 20 de agosto. El Papa pretende solidarizarse con “el sufrimiento vivido por muchos menores a causa de abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas”. El detonante ha sido “un informe [de las autoridades del estado norteamericano de Pensilvania] donde se detalla lo vivido por al menos mil sobrevivientes, víctimas del abuso sexual, de poder y de conciencia en manos de sacerdotes durante aproximadamente setenta años”. Los medios de comunicación social se han hecho un amplio eco. He visto repetida la noticia en diversos periódicos y televisiones y en Internet. El papa Francisco ha querido salir al paso de cualquier ambigüedad: “Mirando hacia el pasado nunca será suficiente lo que se haga para pedir perdón y buscar reparar el daño causado. Mirando hacia el futuro nunca será poco todo lo que se haga para generar una cultura capaz de evitar que estas situaciones no solo no se repitan, sino que no encuentren espacios para ser encubiertas y perpetuarse. El dolor de las víctimas y sus familias es también nuestro dolor, por eso urge reafirmar una vez más nuestro compromiso para garantizar la protección de los menores y de los adultos en situación de vulnerabilidad”

Si tuviera que poner nombre a mis sentimientos ante estos hechos execrables, necesitaría un nuevo diccionario. Siento una mezcla explosiva de emociones que debo administrar con serenidad para no dejarme arrastrar por ella: compasión, ternura, rabia, vergüenza, impotencia, asco y dolor, mucho dolor. La verdad es que casi no sé cómo reaccionar ante hechos que se van sucediendo en los últimos años como si fueran jalones de un interminable viacrucis y que nunca hubiera imaginado que se daban en tal proporción. Cualquier discurso –incluido el último del papa Francisco en su carta– me suena casi siempre a hueco frente a la magnitud del fenómeno, por más que sea estadísticamente minoritario. No es cuestión de multiplicar las palabras y de entonar un mea culpa colectivo. Se requiere un cambio drástico de actitudes y estrategias. Abuso sexual, abuso de poder y abuso económico van casi siempre de la mano. Sin una nueva manera de entender y vivir el ministerio sacerdotal fuera de la órbita del clericalismo, sin un mejor discernimiento de los candidatos, sin una formación exigente y abierta, y sin unos procedimientos jurídicos y pedagógicos claros y rigurosos, no se sanará a fondo el terreno pantanoso que favorece el crecimiento de estos crímenes aborrecibles. 

Sé que los seres humanos somos capaces de las peores perversiones, pero me cuesta mucho imaginar a un adulto abusando sexualmente de un menor. Si este adulto es un clérigo o una persona consagrada, no encuentro palabras para expresar mi repugnancia. Dejar a un niño herido –quizás para siempre– en su autoestima, identidad sexual, apertura a los adultos, fe en Dios y confianza en la Iglesia es un crimen que no puede ser reparado con unos años de cárcel y unos miles de dólares o de euros. Los culpables deben ser juzgados según la ley, pero, ¿quién restaura la dignidad del menor violado? ¿Cómo se devuelve la confianza a quien la ha perdido? ¿Cómo se garantiza un futuro sereno a quien ha vivido un pasado de sufrimiento sordo? ¿Cómo recupera su voz libre quien se ha visto obligado a callar o quien no ha sido creído cuando ha compartido su dolor con quien tenía el deber de haberle ayudado? En el circuito de la misericordia hay que prestar también atención a la persona del verdugo, pero sin que esto suponga dañar la dignidad de las víctimas, que son las primeras damnificadas. 

Parece probado que los abusos a menores que se producen en el ámbito familiar o educativo son mucho más numerosos que los denunciados en ámbitos eclesiásticos. Es igualmente cierto que, en algunos casos, hay una campaña de descrédito contra la Iglesia católica por parte de algunos poderosos medios de comunicación y otros grupos de poder, pero, ¿qué importancia tiene esto frente al drama de los miles de niños abusados? El prestigio de la Iglesia no es el valor supremo; sobre todo, cuando la comunidad que debería haber protegido a los más débiles no lo ha hecho como debiera e incluso en muchos casos ha encubierto a los criminales para no dañar ese falso prestigio. En su carta, el papa Francisco nos invita a la solidaridad con las víctimas, a la denuncia de todo aquello que ponga en peligro la integridad de las personas, a la lucha contra la corrupción espiritual (que es la peor de todas) y a la oración y la penitencia: “Invito a todo el santo Pueblo fiel de Dios al ejercicio penitencial de la oración y el ayuno siguiendo el mandato del Señor, que despierte nuestra conciencia, nuestra solidaridad y compromiso con una cultura del cuidado y el “nunca más” a todo tipo y forma de abuso”. Algo se está moviendo desde hace años, pero queda mucho por hacer.

1 comentario:

  1. Gracias, me parece muy acertada tu reflexión. Creo que es NUY necesaria una atención mayor al tema del discernimiento vocacional y a la formación. Se ha vuelto en muchos lugares a la pesca indiscriminada para presumir de vocaciones. Con dudosas motivaciones y formación sumamente moralista y superficial. Sin la debida libertad para un buen discernimiento. No sólo los sacerdotes sino también en la VR, sobre todo femenina.

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