sábado, 4 de agosto de 2018

Los curas rurales

Alguna vez se me pasó por la cabeza ser cura de pueblo. Me atraía vivir cerca de la gente, compartir sus batallas diarias y ser testigo de los momentos significativos de la vida: desde el nacimiento hasta la muerte. Al final, pudo más la vocación misionera. Pero hoy, memoria del santo Cura de Ars, quiero evocar a mis amigos los curas rurales. Para empezar, me gusta que san Juan Maria Vianney (1786-1859) sea conocido popularmente como “el cura de Ars” porque significa que estuvo ligado a un pueblo concreto, a una comunidad humana. A Jesús lo conocemos como Jesús “de Nazaret”. A Francisco como Francisco “de Asís”. Casi me entran ganas de empezar a firmar a partir de ahora “Gonzalo de Vinuesa”. Esta vinculación a un lugar, a un paisaje, a unas gentes, hace del cura rural un personaje imprescindible en la vida de los pequeños pueblos. ¿Cómo no acordarse de la célebre novela Diario de un cura rural escrita por Georges Bernanos? Es un libro de obligada lectura para todos aquellos que quieran asomarse a la aventura interior de alguien que se ha entregado al cuidado pastoral de una comunidad en el campo.

Viviendo en Italia desde hace bastantes años, el prototipo de cura rural es, sin duda, Don Camilo, el personaje creado por Giovanni Guareschi a partir de la figura de un cura que existió en la Italia de los años 40 y que encarna la lucha contra el comunismo. Quizás mis amigos mexicanos piensen en El Padrecito, la simpática figura de cura rural interpretada por el incomparable Cantinflas. Todas estas figuras recreadas por el cine y la literatura nos retrotraen a un mundo rural en el que el cura era un personaje público, junto al alcalde, el médico, el farmacéutico, el juez y la autoridad militar. Quienes han vivido esta época tienen recuerdos de diverso tipo. Algunos recuerdan curas muy humanos, cercanos a la gente, siempre dispuestos a la ayuda, sencillos en su estilo de vida, amables en su trato con las personas, dispuestos siempre a comprender las miserias y dolores humanos, dispensadores de los sacramentos, signos de la presencia de Dios en medio de su pueblo. Otros, por el contrario, evocan esta figura del “cura rural” como un cacique autoritario que se entrometía en la vida del pueblo y que actuaba en connivencia con los poderes fácticos, un representante del “orden establecido”, obsesionado con la moral sexual y enemigo de cualquier signo de progreso. 

Creo que el contexto actual es muy diferente. Los curas rurales –al menos en España e Italia, que son los países que mejor conozco– tienen que atender varias parroquias, la mayoría de ellas con muy pocos feligreses. Esto los obliga a pasar mucho tiempo en la carretera y los somete en algunos casos a un estrés que los deja insatisfechos. Quisieran acompañar mejor a sus comunidades, pero a menudo solo pueden cubrir los mínimos porque no disponen de tiempo para más. En muchos casos, estos curas rurales pluriempleados superan con mucho la edad civil de jubilación. Siguen en la brecha hasta pasados los 80 años. Sienten que han entregado su vida a Dios y a los demás. Son expertos en celebrar misas rápidas (sobre todo, los domingos) y en presidir numerosos funerales. Escasean las bodas y los bautizos. Su presencia es requerida cuando se celebran fiestas patronales o cualquier otro acontecimiento ligado a la historia de los pueblos. En general, creo que son muy apreciados por las gentes, especialmente por los ancianos. Cuando tantas instituciones se retiran de los pequeños núcleos rurales, la Iglesia hace un esfuerzo sobrehumano (en tiempos de escasez vocacional) por no abandonar a estas mini-comunidades, aun a riesgo de sobrecargar a sus sacerdotes. Las cosas cambiarán notablemente dentro de veinte años cuando hayan desaparecido las generaciones de curas mayores que son fruto del boom vocacional de los años 40 y 50 y no haya sustitutos.

Me siento obligado a expresar mi reconocimiento a estas figuras fuertes que, con un sueldo muy ajustado, se mantienen al pie del cañón, no abandonan a su grey, asumen con alegría las cargas que supone esta vocación de alto riesgo. Es probable que algunos estén un poco desfasados, que su pastoral y su liturgia resulten rutinarias, que no tengan tiempo para una formación permanente de calidad, pero todo esto –aun siendo lamentable– no se puede comparar con la entrega que supone dedicar su vida a Dios en estas “fronteras” y “periferias” que son los pequeños pueblos. Ellos se ocupan desde el mantenimiento de los templos (a veces, verdaderas joyas artísticas) hasta el acompañamiento de las personas que, en buena medida, son olvidadas por otros servicios sociales. Tienen una palabra para los pocos niños que todavía quedan, los acompañan en la catequesis para la primera comunión, intentan acercarse a los jóvenes que parecen huir de la parroquia como del mismo diablo, sostienen la fe de las personas adultas y tienen una cercanía especial con los muchos ancianos, a los que suelen visitar en sus casas y llevarles la comunión cuando se encuentran enfermos o impedidos. De verdad que se podría hablar de estos curas como “patrimonio de la humanidad”. Son expresión concreta de la cercanía de Dios a su pueblo, expertos en la pastoral de la proximidad. Cuando falten, los echaremos mucho de menos. A todos ellos les doy las gracias por lo que son y significan, y los encomiendo a la intercesión del santo cura de Ars.

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