miércoles, 24 de mayo de 2023

Fidelidades excesivas


El próximo domingo se celebrarán en España las elecciones municipales y en algunas comunidades también las autonómicas. Las encuestas van dibujando el posible escenario final, pero, a la postre, seremos nosotros quienes decidamos. Los electores somos muy libres de votar al partido que más nos convenza o, por lo menos, al que consideremos menos dañino, digan lo que digan los sondeos de opinión y más allá de la propaganda de los mismos partidos. 

Al tratarse de listas cerradas, se vota en bloque. Eso hace que, salvo en las poblaciones pequeñas donde todos se conocen, se vote más pensando en los partidos que en las personas que forman parte de esa lista, la mayoría de las cuales son perfectamente desconocidas. Y aquí viene la primera y perturbadora sorpresa. Según revelan algunas encuestas que he leído estos días, la mayoría de los electores vota siempre al mismo partido, independientemente de cuál haya sido su trayectoria y su nivel de actuación en las legislaturas precedentes. O sea, que, si uno ha votado al PSOE en elecciones anteriores, lo normal es que siga haciéndolo en estas. Y si uno ha votado al PP, al PNV, a ERC o a Unidas Podemos, lo más probable es que vaya a hacer lo mismo en esta ocasión. No es que seamos tontos o irresponsables, sino que hay ciertas fidelidades que son más decisivas que cualquier argumento. 

Hoy podemos abandonar la religión que profesamos desde niños, podemos cambiar de empresa, de coche, de vivienda, de compañía telefónica o de seguros y hasta de pareja sentimental. No se hunde el mundo. De lo que casi nunca cambiamos es de equipo de fútbol y de partido político. Es como si el espacio que antes ocupaba la religión, ahora lo ocupasen dos ídolos modernos que exigen fidelidad hasta la muerte: el deporte y la política. En estos dos campos, es casi inútil un ejercicio de discernimiento racional, un desapego crítico. Las vísceras toman la iniciativa y acaban imponiéndose.


Los partidos lo saben. Han comprobado que funcionamos, sobre todo, desde la emotividad. Por eso, no se preocupan demasiado de la coherencia de su discurso, sino del impacto emocional en los futuros votantes, de los golpes de efecto, de la apelación a los sentimientos más primarios. Y también del desarme y la ridiculización del adversario. Da casi igual que los políticos sean honrados o corruptos, competentes o incompetentes, equilibrados o sectarios. Al final, uno acaba votando a “los nuestros” en contra de “los otros”. ¿Cómo voy a votar al PP o a Vox si provengo de una familia de izquierdas? ¿Cómo voy a votar al PSOE, a Unidas Podemos o a Sumar si los míos siempre han sido de derechas? 

Naturalmente, siempre hay una franja de “indecisos”, curioso nombre reservado por las empresas demoscópicas para quienes no profesan fidelidades exageradas. O sea, que si uno no vota siempre al mismo partido porque se siente defraudado por él o porque le atrae más la propuesta de otro, es un indeciso. Pero esto no es siempre verdad. En muchos casos se trata de un votante que sopesa los argumentos (y, sobre todo, las realizaciones) de unos y de otros y toma una decisión libre sin dejarse llevar por fidelidades excesivas que no solemos aplicar a casi ninguna otra dimensión de la vida. 

Mientras la política esté dominada por los partidos, habrá un número muy alto de ciudadanos (sobre todo, entre los jóvenes) que se sientan excluidos y hasta timados. Meter cada cuatro años una papeleta en una urna no asegura que estemos viviendo una verdadera cultura democrática, de participación y corresponsabilidad, por más que enfáticamente se hable de  “fiesta de la democracia”. Por lo general, una vez que les hemos otorgado nuestro voto, los partidos se sienten autorizados a seguir su estrategia sin escuchar más a los ciudadanos. En campaña, todo son consultas, buenas palabras y promesas. Luego, salvo honrosas excepciones, si te he visto no me acuerdo, aunque, por extraño que parezca,  parece estar demostrado que los políticos cumplen la mayoría de sus promesas.  El sistema, desde luego, no favorece la participación permanente de los ciudadanos, sino la omnipotencia de los partidos. 


Se dice con frecuencia que “todo es política”. Aunque la frase es muy seductora y comprendo lo que con ella se quiere indicar, cada vez me inclino más a decir lo contrario; o sea, que, gracias a Dios, no todo es política. La construcción del bien común se hace de muchas maneras, no solo a través de los partidos políticos y de lo que normalmente se entiende por política en la lengua corriente. Los profesores que enseñan en los colegios y universidades, los trabajadores en sus empresas, los comunicadores, el personal sanitario… todos contribuimos a hacer más habitable la convivencia sin tener necesariamente que pasarlo todo por el filtro legislativo y ejecutivo. En otras palabras, la sociedad es más amplia, rica y plural que el aparato del estado. Me alegro de que sea así. 

Temo el advenimiento de sociedades hiperreguladas en las que, so capa de garantizar los derechos de todos, se controle hasta el más mínimo movimiento y se nos tutele como si fuéramos niños pequeños. Pero esto nos llevaría por otros derroteros. Hoy me limito a invitarme a mí mismo y a invitar a los lectores de este Rincón a practicar una sana autocrítica, a no dejarnos llevar por fidelidades excesivas, a no votar por mera rutina y a escoger a quien en cada momento nos parezca que puede gestionar mejor la cosa pública. 

A un político le pido, sobre todo, que sea un buen gestor de la confianza que los ciudadanos le otorgan para manejar los asuntos públicos y administrar los dineros que se recaudan. Para otros aspectos esenciales de la vida, ya hay muchas ofertas (religiosas, filosóficas, científicas, económicas, artísticas, etc.) que no pasan (ni deben pasar, a mi juicio) por el embudo de la política. No hipertrofiemos las cosas. A cada uno lo suyo.

1 comentario:

  1. Vas analizando lo que ofrecen, lo que prometen unos y otros y acabas que ya no sabes quién te habla con fidelidad o quien habla para ganar el voto y luego hará lo que le convenga.
    Cuando hay elecciones se cumple lo que popularmente se dice: “nunca llueve a gusto de todos”.

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