sábado, 9 de julio de 2016

Aprender a respirar otro aire

La espiritualidad sigue estando de moda. Todo lo que se tilde de espiritual suele tener buena prensa, tanto en Oriente como en Occidente. Las críticas se ceban en las religiones institucionalizadas. Se las acusa de impedir el progreso y de coartar la libertad. En algunos casos, se las hace responsables del deterioro de la naturaleza, de los conflictos bélicos, del terrorismo y hasta de la propagación del SIDA. Declararse cristiano, musulmán o hebreo no goza de prestigio. Se tolera mejor ser budista, hindú o simplemente “persona en búsqueda”. Da la impresión de que ser una persona religiosa implica un sometimiento irracional a un ser inexistente y a las instituciones que actúan en su nombre. La religión, además, provoca regresiones infantiles y alimenta actitudes fanáticas y excluyentes. ¿Queda algo por añadir al debe de esta cuenta?

En Oriente y en Occidente hay ansia de “otro mundo posible” y también de “otra vida posible”. El aire contaminado de materialismo y de injusticia se nos hace irrespirable. No soportamos la pertinaz presencia de la pobreza. Por otra parte, estamos hartos de cosas innecesarias. Disfrutamos de las bocanadas de aire fresco que nos proporcionan los gestos de solidaridad, las luchas por los derechos humanos, el arte, pero no son suficientes. Deseamos una atmósfera saneada. El ansia de espiritualidad conecta con este deseo. En el fondo, aunque parezca nuevo, este es el deseo más profundo del ser humano, hoy y siempre: superar las barreras de sí mismo, los límites del mundo, y abrirse al misterio infinito. Buscar la espiritualidad es buscar el sentido de la vida. Sabemos que el “todo da igual”, que en un principio se presenta como liberador, acaba haciendo de la vida una realidad devaluada. 

En una galería de arte colgaba un extraño cuadro. El espectador solo percibía dos inmensas franjas horizontales: una roja en la parte superior y otra negra en la inferior. Se preguntaba qué podría significar aquello. El autor quiso dar una pista. Colocó al lado del cuadro un cartel con esta inscripción: “Atardecer sobre el Mar Negro”. Los críticos empezaron a hacer sesudos comentarios sobre el significado del Mar Negro como metáfora de una vida devaluada, sobre el sugerente contraste entre la fuerza vital del color rojo y el nihilismo representado por la franja negra, etc. El autor, deseoso de ofrecer más pistas y, sobre todo, de reírse amablemente de sus críticos, dio la vuelta al cuadro y colocó un nuevo cartel con esta inscripción: “Noche cerrada sobre el Mar Rojo”.

¿Es la vida humana un cuadro que cada uno coloca a su antojo? ¿Da igual salir de uno mismo y amar a los demás que buscar solo el propio interés? ¿Se puede llamar civilizado un mundo que dedica ingentes sumas de dinero a la industria de la guerra y no consigue atajar el hambre de una gran mayoría? ¿Puede uno ser feliz sin abrirse humildemente al Amor que nos sostiene?

La espiritualidad es el arte de aprender a respirar el oxígeno del Espíritu de Dios. Y, por tanto, el aire que purifica nuestras ideas, sentimientos y acciones. Ser espirituales significa dejarnos llevar por el único Viento que nos conduce hacia las fuentes de la vida. El Espíritu, que nos hace llamar a Dios “Abbá” y reconocer en Jesús de Nazaret al Señor, nos empuja hacia los hermanos, nos permite apreciar todo lo que es verdadero, bueno y bello en este mundo. El aire del Espíritu no viene cargado de extraños perfumes. No produce vibraciones que nos sacan de este mundo. La vieja seducción orientalista y, sobre todo, la insinuante “nueva era”, pueden desviarnos con sus cantos de sirena. Son fenómenos cíclicos que buscan la superación del materialismo huyendo de la carne, haciendo un viaje contrario al emprendido por el Hijo de Dios. 

El Espíritu, por el contrario, es una brisa suave que produce frutos perfectamente reconocibles en el terreno de la carne humana: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí (cf Gal 5,22). Nuestro mundo necesita hombres y mujeres tocados por este aire para sanear el “efecto invernadero” producido por tantos agentes contaminantes.

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