viernes, 22 de noviembre de 2019

Una puerta al MIsterio

Las protestas se extienden por toda Latinoamérica. Ayer fue el turno de Colombia, país que visitaré dentro de ocho días. En Chile han adquirido también un toque cultural. Es verdad que el consumo narcotiza. Hoy como ayer, la fórmula “panem et circenses” (pan y circo, Coca-Cola y televisión, MacDonalds y Netflix, alcohol e Internet, moda y fútbol) sigue funcionando, pero no es eterna. Llega un momento en que la gente se harta, se despierta de la modorra y busca justicia y equidad. Ya los clásicos decían que “nada violento es durable”. Y el sistema neoliberal es violento en sus entrañas porque se basa en la explotación impúdica de los recursos naturales y de las personas más vulnerables. ¡Hasta Bill Gates y otros multimillonarios piden pagar más impuestos por su riqueza! Es un modo de reconocer que es justo que revierta en la sociedad el dinero que la misma sociedad les ha proporcionado –no discuto ahora su legalidad u oportunidad– comprando sus productos.

En este contexto mundial de reivindicaciones –que demuestran que nunca se puede dar por cerrado el capítulo de la justicia social, por más entretenimientos que la sociedad de consumo ponga a nuestro alcance– me fijo hoy en el mundo del arte. Es mi pequeño homenaje a santa Cecilia, patrona de los músicos, cuya fiesta celebramos hoy. No importa que su patronazgo se deba a la mala interpretación y traducción de un texto latino de las Actas de Santa Cecilia. Al ser canonizada en 1594 por el papa Gregorio XIII, se convirtió en patrona de los músicos. En Roma es muy famosa la Academia Nacional de Santa Cecilia, cuya sede está a medio kilómetro de mi casa.

No puedo concebir mi vida sin la música. He dedicado varias entradas de este blog a escribir sobre diversos aspectos relacionados con ella y también sobre algunos compositores y cantantes que me gustan. Existe en mi vida –como creo que en la de todos– una banda sonora formada por aquellos temas que nos han llegado al corazón en diversos momentos. Algunos están asociados a experiencias significativas; otros nos recuerdan momentos lúdicos, bellos, exultantes o incluso dolorosos. Hay canciones o piezas musicales que tienen el poder de despertar a cualquiera. Si uno se encuentra en medio de una oración en cualquier país de Latinoamérica y entona, por ejemplo, Nadie te ama como yo, es seguro que casi todos los participantes se van a poner a cantar emocionados. La canción se ha convertido en un himno. 

Algo parecido sucedería si uno entona en España Libre de Nino Bravo, Color Esperanza de Diego Torres o Eres tú, de Mocedades. Hay canciones que han sido famosas un tiempo, pero luego han decaído, víctimas de las modas fugaces; otras se mantienen como si fueran intemporales. Creo que ningún compositor sabe lo que va a suceder con una obra suya cuando la entrega al público. Hay canciones de una gran belleza formal y complejidad técnica (por ejemplo, algunas de Silvio Rodríguez, Miguel Bosé o Joan Manuel Serrat) que nunca traspasan la frontera de los entendidos. Se las alaba, pero no se hacen populares. Otras –como, por ejemplo, muchas de José Luis Perales– suelen ser de una gran sencillez melódica y rítmica y, sin embargo –o quizá por eso mismo–, acaban convirtiéndose en himnos del pueblo. ¿Quién no ha cantado alguna vez “Y a su barco lo llamó Libertad” o “¿Y quién es él?”. Que santa Cecilia siga protegiendo a tantos hombres y mujeres que nos deleitan con sus composiciones o interpretaciones en las infinitas modalidades de la música vocal e instrumental.

Aunque la efeméride fue el pasado día 19, no quiero olvidarme de que el Museo del Prado de Madrid cumplió 200 años. Los periódicos han publicado numerosos artículos y monografías sobre este acontecimiento. En realidad, llevan haciéndolo a lo largo de los últimos doce meses. No recuerdo cuándo fue la primera y la última vez que lo visité. Lo que sí recuerdo bien es la frustración que en dos o tres ocasiones experimenté cuando vivía en Madrid. En más de una ocasión, después de un fin de semana lleno de actividades pastorales y litúrgicas (a menudo fuera de la ciudad), me prometí a mí mismo dedicar la mañana del lunes al descanso visitando el Museo del Prado. Ni corto ni perezoso, me acercaba a pie, disfrutando de la belleza del Paso de la Castellana. Y al llegar, tuve que enfrentarme al típico cartel en el que se decía que los lunes el museo permanencia cerrado. Una vez hubiera sido suficiente para aprender la lección, pero no. Confirmé en propia carne que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Yo lo hice dos o tres veces. 

No sé si todavía hoy el museo cierra los lunes, pero si alguna vez se me ocurre visitarlo de nuevo, me cercioraré de hacerlo en otro día de la semana. Más allá de estas anécdotas, el museo me produjo las primeras veces una sensación de agobio: demasiadas obras y demasiada gente como para saborear la belleza. Las veces posteriores renuncié a una visita completa. Me detuve solo en algunas obras que me siguen encandilando, como “El jardín de las delicias” de El Bosco, “La anunciación” de Fra Angelico o “El Cristo crucificado” de Velázquez. Se requiere mucha capacidad contemplativa para sumergirse en el misterio de estas obras maestras. Por eso, el arte y la oración van casi siempre de la mano. Son dos puertas que nos abren al Misterio.




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