domingo, 10 de noviembre de 2019

El cielo no puede esperar

Mientras escribo la entrada de hoy, XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, veo los copos de nieve por la ventana. En el rincón en el que me encuentro todo tiene la belleza del invierno. Los tejados están ya blancos. La temperatura no sube de los 0 grados. Las televisiones solo hablan de esta ola de mal tiempo y, por supuesto, de las elecciones generales que hoy se celebran en España. La liturgia de este domingo no habla ni de nieve ni de elecciones. Fija su mirada en la vida que tendremos “en el mundo futuro”. Tanto la primera lectura (2 Mac 7,1-2.9-14) como el Evangelio (Lc 20,27-38) abordan el asunto de la resurrección de los muertos. Dos siglos antes de Cristo se va abriendo paso la fe en una vida futura. Las dificultades de la existencia –incluidas la persecución y la muerte– se afrontan de otra manera cuando “se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará”. 

Más de veinte siglos después de Cristo, ¿qué pensamos nosotros? Siempre me sorprende que cuando se hacen encuestas a la población en general y a los creyentes en particular, la fe en la resurrección obtiene puntuaciones muy bajas. Hay muchas personas que consideran que la muerte supone un fin absoluto. La observación externa de lo que sucede con un cadáver les daría la razón. Y, por otra parte, como solía repetir irónicamente mi abuelo materno: “Hasta ahora nadie ha regresado de la otra vida para contarnos qué pasa allí”. En tiempos de fuerte racionalismo y cientifismo como los nuestros, resulta absurdo seguir creyendo en un mundo futuro. ¿Tendremos que acabar arrinconando también nosotros la fe en la resurrección como una antigualla? ¿O será mejor que nos fiemos de Pablo cuando dice que “si no hay resurrección de muertos, Cristo tampoco resucitó. Y si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe” (1 Cor 15,13-14).

La luz nos viene del Evangelio de hoy. Los saduceos –que eran ricos, conservadores y no creían en la resurrección (lo que hoy podríamos denominar la “derecha laica”)– le cuentan a Jesús una historieta absurda (la de la mujer que es esposada sucesivamente por  siete hermanos) para preguntarle de cuál de ellos será esposa en la otra vida. Era una forma irónica de considerar ridícula una creencia de ese tipo. Jesús no entra en las discusiones legalistas que tanto gustan a quienes hacen del derecho una forma de engaño y extorsión. Simplemente juega la partida en otro campo. Nos regala tres puntos de luz que nos ayudan a afrontar el futuro de otra manera. 
  • El primero es el más radical: Dios no ha creado el mundo y a los seres humanos para la aniquilación o para el simple reciclaje perpetuo (la reencarnación de los hindúes), sino para la vida, porque él no es un Dios de muertos, sino de vivos. 
  • El segundo responde a la trampa de los saduceos: la resurrección no es, sin más, la prolongación ad infinitum de la vida terrena upgraded (mejorada) porque “los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección”. O sea, que la vida del mundo futuro es una vida nueva. No hay palabras humanas para expresar algo tan diferente e inefable. Resucitar significa compartir la vida de Dios. 
  • Por último, dado que no podemos expresar en conceptos humanos algo tan nuevo, es mejor fiarnos de la palabra de Dios y renunciar a especulaciones que son solo proyecciones de nuestros deseos humanos. La vida del mundo futuro es algo “que ni ojo vio, ni oído oyó, ni han entrado al corazón del hombre, son las cosas que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Cor 2,9).
Nadie nos obliga a creer lo que internamente no vemos como creíble. La fe nunca es el resultado de una ecuación perfecta. Pero es muy probable que cuanto más vivamos esta vida terrena con intensidad, más intuyamos que el proyecto de Dios para cada uno de nosotros trasciende la barrera de la muerte. Con los santos y los místicos de todos los tiempos, vamos comprendiendo que la muerte es solo la puerta de entrada en ese “mundo futuro” del que Jesús habla (el mundo de Dios) y sobre el que apenas dice nada más. Nuestra vida terrena se convierte así en un largo embarazo que prepara el nacimiento a la vida definitiva. Hay continuidad en una inimaginable discontinuidad. Quienes viven en Dios cada vez perciben con más claridad que ya hay destellos de la “otra” vida en “esta” vida que conducimos ahora. Quienes viven del amor están anticipando el cielo en la tierra porque Dios es amor. Este cielo (y no las quimeras que nosotros inventamos) no puede esperar. Estamos llamados a vivir en el amor y del amor ya, aquí y ahora. Entonces, desearíamos con más intensidad la plenitud de Dios. 


2 comentarios:

  1. Comparto algunos pensamientos que formaba hoy para mi homilia.

    Quizás la realidad más cercana a la muerte que experimentamos es dormir.

    Uno de los privilegios que tengo como sacerdote es asistir en muchos funerales. Participo frecuentemente en el misterio de nuestra muerte. Ninguno de nosotros sabe de fondo lo que es “ser muerto”
    La vida no se acaba, se transforma.

    Dios no es como cualquier elemento del universo, sujeto al nacimiento y la muerte, como nosotros, los planetas, las estrellas, el ratoncito que se arrastra en la casa. DIOS, como aclara Jesus, es de los VIVOS: la fuente de la existencia, el vientre de la vida, el Señor de la destrucción y la renovación. El comprende y ordena la muerte y la resurrección.

    La experiencia de los mártires macabeos de Israel le llevaba paulatinamente a la fe en la resurrección. Antes del periodo de 2 siglos antes de Cristo, hasta los judíos no creían en lo que creemos ahora como “el cielo”. Pensaban que después de la muerte todos fueron a “Sheol”, un inframundo, sin penas o castigos, pero también sin alegría y fuera de la presencia de Dios. Era el final de la vida, una verdadera falta de vida como se la conocia en la tierra. Pero la experiencia de los jóvenes mártires desafiaba esta creencia. Nuestro Dios, por quien entregamos la vida, que amamos sobre todo hasta sufrir la muerte por su causa, no es posible que nos dejara morir para siempre. SE QUE VIVE MI REDENTOR. SE QUE LO VERE.

    Nuestra fe no elimina nuestras dudas. Los científicos no pueden explicar la resurrección. Y a nosotros nos parece imposible. Jesus creía en la resurrección, lo permitía sufrir por nosotros a la edad de 33 años, hombre joven, en la flor de su vida.

    Morir es un acto de confianza el más grande que uno puede hacer. ¿Me sostendrá Dios más allá de mi muerte? Si, “espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro.”
    Para quienes gustan de las sorpresas, ¡despertar de la muerte será la mayor sorpresa de nuestras vidas! ¿Quizás Dios no quiere estropear la sorpresa?

    No puedo imaginar mi propia no existencia. Mi bondad, mi singularidad, mi forma de ser debería vivir para siempre. ¿Cómo puedo desaparecer por completo? Ser desconocido. No ser. Una vez que existo , comparto en Dios que es eterno. No soy Dios, pero a través de Jesús, comparto la vida de Dios. Él es Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero.
    Soy hijo, hija de la luz, ¡y viviré para siempre!

    Steve Niskanen, CMF

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    1. Muchas gracias, Steve, por compartir tu reflexión domimical. Me gusta mucho tu enfoque.

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