lunes, 11 de noviembre de 2019

Siete miniconsejos

Este lunes amanece con muchos frentes abiertos: los resultados electorales en España, la renuncia de Evo Morales como presidente de Bolivia y hasta el tiempo invernal que afecta a casi toda la península ibérica. Yo tomo distancia de todos estos acontecimientos y me fijo en un hecho menor a raíz de una conversación que tuve hace unos días. Me gustaría reflexionar en voz alta sobre las relaciones de poder que se dan en los grupos humanos y particularmente en el ámbito de las parroquias. Si el párroco es muy autoritario y tiene una concepción monárquica de su servicio, fácilmente orilla a sus colaboradores y entiende el papel de los laicos como meros subordinados. Si es muy tolerante –o incluso muy débil– otros “poderes fácticos” (laicos con muchos años de servicio, personalidades intransigentes o astutas, personas desequilibradas) ocupan su espacio extralimitándose en sus competencias. El conflicto está servido. El clericalismo de los sacerdotes es una enfermedad que mata la vida de las comunidades parroquiales, pero el clericalismo de los laicos no se queda atrás. En estos casos, es muy frecuente que cada uno dé su versión, acuse a las otras facciones de intervencionismo y falta de competencia. Pocos se arriesgan a tomar distancia y ver las cosas con más perspectiva. ¿Cómo afrontar una situación así?

A la luz de varias experiencias vividas o conocidas en contextos culturales y eclesiales muy diversos, me atrevo a sugerir algunas pistas:

1) La vida de una parroquia tiene una historia que conviene conocer, apreciar y proseguir. Por tanto, salvo excepciones muy graves, nunca es saludable que venga un nuevo párroco y haga tabula rasa de todo lo que se ha hecho antes de él, como si él fuera un mesías liberador. Lo mejor es que, de entrada, prosiga en una línea de continuidad y desarrollo. Esto afecta también al equipo de colaboradores.

2) Por otra parte, de vez en cuando es necesario resetear la parroquia para no acabar siendo víctimas de las rutinas, del “siempre se ha hecho así” y, en definitiva, de la parálisis. Pero este reseteo (o “conversión pastoral”·, por usar una expresión del papa Francisco) no puede ser una imposición del párroco o de algunos iluminados, sino el fruto de un proceso de discernimiento en el que el párroco tiene que asumir el liderazgo que pastoral y canónicamente le corresponde.

3) No es justo humillar a las personas que han prestado servicios durante muchos años. Si parece oportuno sustituirlas, hay que hacerlo con delicadeza, reconociendo su contribución a la vida de la parroquia y ofreciéndoles la posibilidad de seguir colaborando de otra manera. Esto afecta a catequistas, encargados de los servicios sociales, liturgia, económicos, etc.

4) Es necesario que haya un consejo pastoral que represente la diversidad de la parroquia y que asuma sus funciones con responsabilidad. En el marco de sus deliberaciones se pueden afrontar con transparencia y respeto los conflictos que surjan. Al párroco le toca favorecer la libre expresión de los miembros y moderar las intervenciones buscando siempre el bien común, no el triunfo de un grupo sobre otro.

5) Una parroquia acoge a cristianos de muy diversas sensibilidades. No es prudente ni eficaz hacer parroquias monocolores en las que todos sean de la misma línea y se imponga un estilo un poco talibán. En este sentido, hay que evitar que algunos movimientos o grupos “colonicen” espacios que por su naturaleza eclesial deben estar abiertos a todos. De no hacerlo, tarde o temprano surgirán graves conflictos.

6) Cuando una parroquia se mira demasiado el ombligo, los problemas menores (de tipo relacional, organizativo, económico, etc.) se conviertan en montañas infranqueables. Cuando la parroquia se concibe como una comunidad misionera, abierta a nuevas personas, preocupada por testimoniar el Evangelio en nuevos contextos, los problemas que son solo minucias intestinas desaparecen.  

7) El párroco debe acompañar de cerca la vida de la parroquia, incluso con una presencia física estable, de modo que cualquier persona pueda acceder a él con facilidad. Cuando está ausente con frecuencia, debido a otros compromisos pastorales o personales, la vida de la parroquia se resiente. La presencia del párroco es un factor de primer orden para que una parroquia crezca con serenidad y, de este modo, se puedan prevenir los conflictos antes de que estallen.

3 comentarios:

  1. Buenas tardes P Gonzalo!! Me gustan mucho sus artículos y el de hoy me encantó!! Me permite compartirlo el próximo jueves en el programa de Radio Claret México (Reconexión Claret)? dándole su crédito por supuesto.
    Saludos desde México
    Begoña Ferráez

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    1. Por supuesto, no hay ningún problema. Es solo un punto de partida para una reflexión que en cada lugar tiene perfiles propios.

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