martes, 26 de noviembre de 2019

Esto se acaba

Estamos en la última semana del año litúrgico. El próximo domingo comenzará ya el Adviento. A la mayor parte de las personas les trae sin cuidado esta secuencia. Quien marca los tiempos en la sociedad moderna no es el reloj litúrgico, sino el impulso de los mercados. No nos habíamos recuperado del ridículo Halloween, cuando ya nos amenazan con el americanísimo Black Friday, como si el resto del año no fuera una fiesta del consumo permanente. Noto que en Italia y en España cada vez se hace más propaganda también del Thanksgiving Day, pero no para suscitar un sentimiento de gratitud a Dios por los dones recibidos, sino para incrementar las ventas con nuevos productos. ¡Temblad, pavos, temblad, os aguarda una masacre generalizada! Total, que, sumergidos en continuas invitaciones al consumo, uno ya no cae en la cuenta de que “esto se acaba”. Es como si todo se hubiera aliado para que no pensemos en el final. El mercado se apresta a rellenar con continuas provocaciones el vacío que experimentamos ante lo desconocido. Aquí no pasa nada, que no pare la fiesta, otra ronda de consumo, por favor. No importa que este estilo de vida sea insostenible. Lo que cuenta es consumir y hacer caja. Lo que venga después no es asunto nuestro. Ya se espabilarán las generaciones futuras. Carpe diem.

Si todavía nos queda un mínimo de sensatez y libertad, haríamos bien en prestar atención a los mensajes que la liturgia nos dirige en estos días postreros del año litúrgico. Nos hablan del final en unos términos que nos resultan incomprensibles. No estamos acostumbrados a esa simbología cósmica. Y, sin embargo, aunque no entendamos el envoltorio, intuimos que un mundo como el que estamos construyendo no da más de sí, que estamos en los estertores. Los jóvenes de hoy, por ejemplo, no miran el futuro con la misma ilusión y esperanza con que lo miraban los jóvenes de hace 50 o 60 años. Entonces estaban convencidos de que todo podía ir a mejor. Ahora se percibe un pesimismo difuso. Todo puede ir a peor. 

No hay nada más frustrante que dibujar un paraíso encantador y, al mismo tiempo, cerrar los accesos a él o poner infinitas restricciones. Muchos jóvenes ven cómo viven Cristiano Ronaldo (CR7), Paris Hilton o Dwayne Johnson. Quisieran un día disfrutar de un estilo de vida como el que ven en las series de televisión y en los videoclips, pero comprueban que con su falta de trabajo o su sueldo recortado no alcanzan ni a comprarse una vivienda digna. Entonces estalla la rabia. Lo vimos hace años en algunos países europeos cuando las protestas de los indignados. Lo estamos viendo ahora en Latinoamérica. Aunque algunos partidos de extrema izquierda prometan a sus bases la posibilidad de “asaltar el cielo” a corto o medio plazo, saben muy bien que es una quimera. Cuando vean que no lo consiguen, la frustración será mayor. Nadie puede prometer el paraíso en esta tierra. Ni siquiera Jesús se atrevió a hacerlo. La sola promesa vacua tendría que hacernos desconfiados y ponernos en guardia. Da igual que se trate de cielos de derecha o de izquierda, humanistas o transhumanistas, científicos o místicos. 

Miradas las cosas con perspectiva, uno cae en la cuenta de que la pérdida de esperanza en la otra vida, la negación del cielo de Dios, nos está sometiendo a una presión inaguantable. Si no podemos esperar nada más allá de la muerte, entonces hay que concentrar todas las expectativas y energías en esta vida terrena. 80 o 90 años no es un tiempo demasiado largo para hacerse rico y vivir bien. Muy pocos lo consiguen. La mayoría está condenada a una vida miserable, llena de sueños frustrados y de resentimiento hacia quienes parecen haberlo alcanzado. 

Lo que la liturgia de estos días nos recuerda es que debemos invertir en bienes imperecederos. Confiados en la promesa de Jesús, sabemos que nuestra vida alcanzará su plenitud más allá de la muerte; por eso, intentamos vivir esta vida terrena con serenidad, sin el ansia de quien quiere lograr todo en poco tiempo, disfrutando de las alegrías que la vida nos depara, valorando cada mínimo detalle de plenitud, compartiendo lo que somos y tenemos con los demás, esforzándonos por trabajar para vivir con dignidad, pero sin la esperanza vana de que aquí vamos a obtener la plena felicidad a la que aspiramos. Nos reímos suavemente del imperativo contemporáneo de ser felices. Nuestra brújula se orienta por las palabras de Jesús: “Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura” (Mt 6,33).

1 comentario:

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