domingo, 4 de febrero de 2018

Un día con Jesús

Imaginemos que una agencia de turismo nos propusiera vivir un día entero con Jesús. ¿Nos gustaría hacer la experiencia? Para no dejarnos llevar por la mera imaginación, Marcos reconstruye en el evangelio de este V Domingo del Tiempo Ordinario una “jornada tipo” en la vida del Maestro. En realidad, es una jornada sabática un poco prolongada que se despliega en cinco escenarios: la sinagoga, la casa de Pedro, la calle, el campo y el camino. En cada uno de ellos Jesús desarrolla una actividad distinta y nos muestra las dimensiones esenciales de la vida de todo seguidor suyo. En la sinagoga, ora con el pueblo y enseña. En la casa de Pedro, cura a su suegra, come, descansa, lleva una vida de familia. En la calle, frente a la puerta de la casa de Pedro, acoge y cura a los enfermos que se acercan. En el campo (en un “lugar despoblado”, para ser precisos), Jesús ora en solitario. Y por el camino, se dirige a las aldeas cercanas para seguir anunciando la buena noticia del Evangelio. Esta secuencia resulta en sí misma muy iluminadora. Quienes nos reconocemos como discípulos suyos estamos invitados a hacer lo mismo con las variantes propias de cada estilo de vida. También nuestra vida cristiana se expresa en la participación en las celebraciones comunitarias (sobre todo, en la eucaristía del domingo); en una vida familiar basada en el servicio; en el trabajo (con una atención especial a los más necesitados); en el silencio y la oración personal; y en la evangelización a través de los medios que están a nuestro alcance.

Teniendo en cuenta los acentos de la primera lectura (extraída del libro de Job) y de la segunda (tomada de la primera carta de Pablo a los Corintios), quiero detenerme en dos de los cinco ingredientes que constituyen la “jornada tipo”: la curación de los enfermos y la evangelización popular. Los otros tres (oración comunitaria, vida familiar y oración personal) pueden ser abordados en otra ocasión. La enfermedad es una experiencia que, tarde o temprano, nos afecta a todos. Cuando la padecemos nosotros mismos o las personas queridas nos sentimos débiles e inseguros. Si la enfermedad es incurable, entonces solemos rebelarnos contra el Dios que permite este “descenso a los infiernos”. La vida se desmorona hasta el punto de parecer absurda. Muchas personas pierden la fe. El libro de Job cuenta esta experiencia trágica. Yo no hice el servicio militar, así que no puedo refrendar con mi experiencia las palabras con las que comienza la lectura del libro de Job: “La vida del hombre en la tierra es como un servicio militar” (7,1). Entiendo un poco mejor las comparaciones siguientes: “Sus días son los de un jornalero; como el esclavo, suspira por la sombra, como el jornalero, espera el salario” (7,2). Creo que no hay en toda la literatura universal ninguna obra que exprese con tanto desgarro el drama del mal como el libro de Job. Tendría que ser lectura obligada para cualquier persona que necesite verbalizar su rabia. Sentí algo parecido leyendo el De profundis de Oscar Wilde. A veces, después de haberle pedido a Dios con palabras que nos libre del mal lo hacemos a menudo en el Padrenuestro: “líbranos del mal” −, solo nos queda expresar nuestra rabia con gritos y finalmente con lágrimas: “Escucha mi súplica, Señor, atiende a mi clamor, no seas sordo a mi llanto” (Sal 39,13). Las lágrimas son la expresión más profunda −o más elevada− de un sufrimiento que no encuentra explicación. 

¿Cómo se comporta Jesús ante el sufrimiento de la gente? A diferencia de lo que solemos hacer nosotros, él no se pierde en especulaciones científicas, filosóficas o teológicas, no pierde el tiempo analizando las causas y las consecuencias. Nunca culpa a nuestro Padre Dios del mal que existe en el mundo. Jesús se acerca a quien sufre y le ayuda a luchar y a confiar en Dios. Es curioso el modo lacónico como Marcos describe la curación de la suegra de Pedro. Todo se condensa en tres verbos: se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Cada uno de ellos señala las tres etapas que los discípulos de Jesús tenemos que seguir en nuestra lucha contra el mal. En primer lugar, tenemos que acercarnos a las personas que sufren, no huir −como hacemos a menudo por temor a no saber qué hacer o qué decir. Ese acercamiento es ya un signo de la cercanía de Dios. En segundo lugar, somos invitados a tomar de la mano, a tocar a las personas, a bendecirlas, a creer que la acción de Dios pasa a través de signos visibles. Por último, como hizo Jesús, tenemos que levantar a las personas caídas. El verbo griego escogido por el evangelista Marcos es egéiro, que en el Nuevo Testamento se usa para indicar la resurrección, el paso de la muerte a la vida. ¿Cómo sabemos que una persona ha superado la prueba del mal? La respuesta que ofrece el evangelio de Marcos es también muy clara: cuando se pone a servir a las personas, como hizo la suegra de Pedro. El servicio es la mejor forma de dar las gracias. Hasta que no estamos en condiciones de entregarnos a los otros y de replicar la cercanía que nosotros mismos hemos experimentado, la curación no es completa.

De entre los muchos servicios que podemos prestar, hay uno que llega al corazón de las personas y las transforma: el anuncio del evangelio. Este es el segundo punto que quiero subrayar hoy porque a él se refiere la segunda lectura de este domingo. No se trata de algo opcional sino de una consecuencia lógica de la experiencia vivida. Pablo lo expresa con nitidez: “Anunciar la Buena Noticia no es para mí motivo de orgullo, sino una obligación a la que no puedo renunciar” (1 Cor 9,16). Cuando experimentamos en carne propia que hemos sido curados por Jesús −no necesariamente de una enfermedad física, sino de cualquier otro mal de los que afligen la vida humana (el absurdo, la desesperanza, el temor, el egoísmo, la tristeza)− entonces nos sentimos impelidos a compartir esta experiencia con otros. No es un ejercicio de burdo proselitismo, sino una expresión de amor: “Quiero que también tú seas curado, quiero que experimentes la fuerza de Jesús”. Esta no es una profesión remunerada, como pueden serlo otros trabajos, sino un ejercicio de gratuidad: “Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis (Mt 10,8). A quien se toma en serio este encargo y lo hace confiado en Jesús, no le va a faltar nada necesario, aunque a veces experimente carencias y pruebas: “Cuando os envié sin bolsa ni alforja ni sandalias, ¿os faltó algo? Contestaron: Nada” (Lc 22,35). La experiencia de los primeros discípulos es la misma que siguen teniendo los evangelizadores de hoy.

Como veis, amigos del Rincón de Gundisalvus, este domingo viene inundado de mucha luz. Jesús nunca nos defrauda. Por eso, no me extraña que los discípulos le transmitieran a Jesús las expectativas de la gente: “Todo el mundo te busca” (Mc 1,37). Estas mismas palabras, a pesar de las apariencias, se pueden pronunciar hoy. Estoy convencido de que muchos hombres y mujeres que no acaban de encontrarse satisfechos en la vida cambiarían su percepción si pudieran tener una experiencia de encuentro con Jesús. Lo que ocurre es que no siempre dan con personas que los acompañen suavemente hasta el Maestro. Anteanoche, mientras leía las últimas páginas de la conmovedora autobiografía de Stefan Zweig, escrita poco tiempo antes de suicidarse junto con su esposa, pensaba que tal vez este magnífico escritor austriaco no hubiera llegado al extremo del suicidio si hubiera podido vivir toda su aventura personal con Jesús. Él era un judío no practicante, pero, al fin y al cabo, judío. Esperaba en un mundo nuevo que nunca acababa de llegar. Aunque austriaco de nacimiento, se sentía citoyen du monde. El antisemitismo de Hitler y la violencia de la segunda guerra mundial frustraron todos sus sueños de una Europa racional y unida. Consideró que el suicidio era la respuesta más lógica y honrada a tanta frustración. ¿Qué sentido tiene vivir en un mundo que ya no cree en la humanidad?  

Solo con Jesús comienza ya aquí el mundo que soñamos. Es todavía una semilla, pero contiene en sí misma toda la fuerza transformadora del reino de Dios. Solo cuando pasamos “un día con Jesús” nos damos cuenta de este tesoro inmenso y somos capaces de dar un nuevo sentido a nuestra vida, incluso en momentos de prueba y sufrimiento. 

Os dejo, un domingo más, con el vídeo de Fernando Armellini.



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