Es normal encontrar a
muchas personas que se desahogan así: “¡Estoy supercansado!”. La frase es
patrimonio de jóvenes y de viejos. Parece que el ritmo de vida que llevamos es
una fábrica de hombres y mujeres cansados. En el caso de los urbanitas este cansancio
es casi crónico, al punto que siempre están deseando tomar vacaciones,
disfrutar de un puente largo o, por lo menos, llegar al fin de semana. Se
multiplican las salidas al campo o a la playa, el alquiler de casas rurales, los
viajes al extranjero aprovechando los vuelos low cost, las visitas a museos, las reuniones con los amigos, la
asistencia a espectáculos como el fútbol o los conciertos, etc. Casi todas son actividades
agotadoras que, sin embargo, se emprenden con el secreto deseo de descansar. El resultado
suele ser un cansancio añadido. En algunos casos, las tensiones familiares y
laborales hacen que bastantes personas se sientan no solo cansadas sino quemadas, sin ganas de seguir
adelante, hombres y mujeres que se mueven como autómatas. A veces, esta sensación se diagnostica como depresión. En la mayoría
de los casos, se convierte en una especie de segunda piel que se lleva como se
puede, sin la etiqueta técnica de un facultativo y sin recurrir a fármacos antidepresivos. C'est la vie, solemos decir. ¿Será verdad?
No es fácil saber por qué
nos cansamos más de la cuenta. Hay tantos cansancios como sujetos. No se trata solo del volumen
de actividades. Hay personas que tienen muchos frentes abiertos y casi siempre
están frescas, como si el trabajo no fuera una fuente de desgaste sino de
alimentación. Tampoco tiene que ver siempre con la salud. Hay muchos con las constantes en regla y, sin embargo,
no pueden evitar una sensación permanente de hastío. Es cierto que las
motivaciones cuentan. Saber por qué se hace algo nos da alas. Trabajar
sin saber por qué ni para qué nos deprime. Pero hoy, en estos primeros compases
del tiempo de Cuaresma, quiero referirme a otra causa que cada vez me parece
más real y de la que apenas hablamos. A menudo nos cansamos y perdemos la alegría de vivir porque vamos acumulando
debajo de la alfombra de la vida demasiados cadáveres
y nunca tenemos la oportunidad de retirarlos. Espero que la metáfora no se malinterprete.
Un día echamos mano de una mentira para salvar el tipo (y no pasa nada), otro
día traicionamos a alguien para conseguir algún beneficio (y no pasa nada). De
vez en cuando hablamos mal de las personas cercanas, herimos a algunas con palabras o hechos. O nos dejamos llevar por la lujuria, la ira o el orgullo (y sigue sin pasar nada). Poco a poco nos
vemos atrapados en una vida falsa, tramposa, llena de pequeños cadáveres escondidos que nunca hemos incinerado. Solemos justificarnos diciendo que “no pasa nada”, que casi todo el mundo trapichea con la verdad y la honradez... y la vida sigue. Toda esta podredumbre que parece inocua
se va acumulando en nuestro interior. Al principio resulta casi imperceptible
porque, en efecto, “no pasa nada”. La vida sigue su curso como si tal cosa.
Pero, con el paso del tiempo, se va formando una capa tan gruesa de
inautenticidad que comenzamos a notar los primeros síntomas de desequilibrio. Uno de ellos es
casi siempre el cansancio o el hastío, la pérdida de gusto por lo que hacemos,
la necesidad compulsiva de descansar. Creemos que un fin de semana en la
montaña o en la playa va a devolvernos la paz, pero solemos regresar a casa
igual que antes, si no más cansados y aburridos.
La Cuaresma nos invita a
mirar debajo de la alfombra sin miedo, a sacudir y ventilar las miserias que hemos ido
acumulando y que creíamos inocuas. Lo voy a decir de manera cruda: no hay nada
más “relajante” que una buena celebración de la Reconciliación. No solo porque toda
comunicación de la intimidad suele descargarnos, sino, sobre todo, porque
experimentamos el bálsamo de la misericordia de Dios, que es el único que sana las raíces de nuestro cansancio vital. Este bálsamo no es comparable al alivio que puede producir el coloquio con un psiquiatra o a una charla a tumba abierta con un buen amigo. Es algo que va más allá del bienestar personal, de los sentimientos y de las ideas. ¡Es un sacramento! O sea, un signo visible y eficaz de la gracia de Dios. Puede que haga mucho
tiempo que no nos confesamos, puede incluso que ya no sepamos en qué consiste
este “sacramento del camino”, estos “primeros auxilios” en ese hospital de
campaña que es la Iglesia. Basta dar el primer paso, responder a la invitación
que más de una vez habremos escuchado como saliendo de nuestro corazón. En la confesión
podemos poner nombre a nuestras miserias y cansancios sin sentirnos juzgados ni humillados. No hay ser
humano más digno que el que se arrodilla ante Dios como pecador y se levanta
como hijo. El hombre moderno cree que no necesita ser perdonado, que le basta cubrir
todo con la alfombra del olvido o, en el mejor de los casos, con la sugestión
de que “no ha pasado nada”. Pero la prueba de que esa mentira no es liberadora ni sanadora es
que no puede quitarse de encima un cansancio crónico porque, casi sin darse
cuenta, ha ido cegando la fuente que le proporciona el agua de la vitalidad y la energía. ¿Será la
Cuaresma de este año otra oportunidad perdida para dar el primer paso? ¿O quizás podemos decir
“de este año no pasa”?
Gracias Gonzalo. Me ha encantado este post!!!!!! A ver si consigo estar "menos cansada". Un abrazo
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