lunes, 26 de febrero de 2018

Creer a pie de calle

Me despido de México con nostalgia. El sábado pasé una parte de la mañana en la basílica de Santa María de Guadalupe. Como siempre, estaba llena de peregrinos y devotos. Apenas vi turistas con aspecto de extranjeros. Me quedo sin palabras ante fenómenos como éste. Riadas de personas desfilan bajo el gran cuadro de la Virgen de Guadalupe. Familias enteras hacen cola frente al Bautisterio para bautizar a sus niños y niñas vestiditos de blanco. Me sorprendió encontrar a un grupo de unas veinte personas rezando el rosario en medio de la gran plaza. Estaban todas en círculo, cogidas de la mano. Había hombres y mujeres adultos y también jóvenes y niños. En el centro habían colocado el retrato de una anciana que supuse acababa de fallecer. Imagino que sería la abuela de la familia. Cada miembro portaba un globo blanco. Todos estaban enlazados como formando una corona del rosario. Cuando acabaron de rezar, cantaron algo y soltaron los globos. En pocos segundos ascendieron por encima de las basílicas (la antigua y la nueva) y se perdieron en el cielo mientras todos seguían su curso con la mirada.

Por si el impacto de Guadalupe no hubiera sido suficiente, visité luego el Templo de san Hipólito y san Casiano, regentado por los claretianos de México desde finales del siglo XIX. Llama la atención su recia arquitectura colonial del siglo XVI, su progresivo hundimiento e inclinación, pero sobre todo la continua afluencia de peregrinos que vienen a honrar, no a los titulares del templo (casi desconocidos), sino a san Judas Tadeo, cuya imagen fue entronizada en 1982. El 28 de cada mes –y, de manera muy especial, el 28 de octubre, fiesta del santo– se retiran los bancos de la iglesia y se agranda el espacio para que los peregrinos, desde las seis de la mañana hasta la media noche, desfilen ante el santo, participen en la eucaristía, reciban la bendición con agua bendita y ofrezcan sus promesas y “juramentos”. Varios miles de personas forman este río humano que no para de fluir. ¿Por qué san Judas Tadeo tiene este atractivo? No hay explicaciones concluyentes. Algunos dicen que la devoción surgió a partir de una sencilla reflexión sobre la figura de este apóstol de Cristo. Como el nombre de Judas se asocia espontáneamente al de Iscariote, el traidor, a alguien se le ocurrió promover la devoción del “otro” Judas (Tadeo), el desconocido, y hacer de él una especie de portavoz de todos aquellos que no tienen voz en la sociedad, con los que no se cuenta, de los “invisibles”. Enseguida la devoción prendió en las personas que viven al margen de la sociedad: pandilleros, drogadictos, sicarios... Sintieron que –¡por fin!– tenían un Patrón a la altura de sus deseos y necesidades. Desde entonces han pasado casi 40 años. La devoción ha ido creciendo hasta convertirse en un fenómeno que deja mudos a quienes nos acercamos desde otros lugares y mentalidades.

Tanto la basílica de Guadalupe como el Templo de San Hipólito (o de san Judas) son lugares en los que se expresa de manera intensa, casi provocativa, la llamada religiosidad popular. Personalmente, nunca he entendido bien el significado de este concepto. Pareciera que se trata de una religiosidad de segunda categoría frente a la religiosidad de las élites. El racionalismo clásico hablaba de una religión racional (propia de las personas ilustradas) y de la religiosidad popular (propia de quienes combinaban algunos conceptos religiosos con las supersticiones más aberrantes). Abundan las obras críticas escritas desde esta perspectiva. Pero  no es la única ni quizá la más profunda. Provengo de un contexto cultural y religioso más bien sobrio. Me cuesta sintonizar con muchas de estas manifestaciones. No han formado parte de mi educación y tampoco responden a mi manera de entender la fe. Me pierdo en el mar de bendiciones de objetos, juramentos, besos a imágenes, encendido de velas, genuflexiones sin cuento y exclamaciones de admiración. Desde fuera, podrían calificarse de supersticiones. Pero no me atrevo a juzgar a nadie. Y menos a desacreditar una forma peculiar de entender y expresar la fe. Prefiero estos excesos populares a la hipocresía de quienes viven una religiosidad ortodoxa en las formas pero mezquina en el corazón. ¿Quién conoce el interior de las personas? ¿Cómo actuaría Jesús en estos casos? ¿Qué haría si se presentara en plena basílica de Guadalupe y viera a miles de personas con estandartes y velas? ¿Sacaría un látigo y empezaría a azotarlas como hizo con los cambistas en el templo de Jerusalén? ¿O, más bien, sentiría compasión de todas estas personas que van –vamos– por la vida “como ovejas sin pastor” y que buscan el auxilio de una Madre? Se pueden criticar muchas cosas, pero es siempre preferible una actitud constructiva. El papa Francisco habla de la religiosidad popular “como una forma genuina de evangelización”. Me apunto a esta línea.


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