martes, 6 de febrero de 2018

La pascua de un hombre fuerte

Faltan dos horas para mi vuelo Roma-Adís Abeba. Hay gente en el aeropuerto de Fiumicino, pero no se ven aglomeraciones. No son muchos los que vuelan a estas horas nocturnas. Regreso a África después del viaje a Kenia del pasado mes de noviembre; pero esta vez a la región occidental. Mientras compruebo la temperatura en Malabo (29 grados a esta hora de la noche), veo en Internet que buena parte de España está cubierta de nieve. Son los contrastes de la vida. Yo llevo mucho mejor el frío que el calor, pero no está en mi mano elegir el tiempo que hace. Mientras espero con paciencia el embarque, me viene el recuerdo del P. Joan Sidera, que murió ayer en Barcelona con 99 años y que ha sido enterrado hoy. Le faltaba poco más de un mes para cumplir un siglo. Era el más anciano de los claretianos. Fue compañero de muchos de los mártires que fueron beatificados el pasado mes de octubre. Con él se cierra una etapa de nuestra historia. Tuve oportunidad de acompañarlo el año pasado cuando celebró los 75 años de ordenación sacerdotal. Pocos presbíteros llegan a ese aniversario. Desde que se jubiló como profesor de química, dedicó más de 30 años a la investigación sobre san Antonio María Claret. Se puede decir que nunca dejó de trabajar. Murió con las botas puestas.

El P. Joan Sidera era un hombre física y mentalmente fuerte. Pero no es suficiente esta fortaleza para explicar su longevidad y su enorme capacidad de trabajo. Alguien que llega a ese nivel necesita bastante más que una buena salud. Era un hombre de recia espiritualidad, forjado en tiempos duros. Le resultaba difícil comprender la blandura con la que a veces vivimos hoy la fe. Pero su capacidad crítica fue cediendo paso a una gran ternura, escondida en los pliegues de su personalidad austera. Una vez le oí decir a un gerontólogo que los mayores se dividen en dos grandes categorías: los viejos cascarrabias (en realidad, utilizó una palabra malsonante) y los ancianos venerables. El P. Sidera tal vez tuvo algo de la primera categoría en algunas fases de su vida, pero la segunda acabó imponiéndose. Fue un anciano venerable y sabio. Contemplando su trayectoria, comprendo mejor que sicut vita finis ita; es decir, que morimos como vivimos. Alguien que fue capaz de mantenerse fiel a su vocación en tiempos de persecuciones no puede morir mal. Su muerte no ha sido un accidente inesperado, sino la culminación de una vida entregada, una verdadera eucaristía.

Necesitamos personas así para seguir creyendo que la fe no es algo absurdo, que es posible llegar hasta el final de la existencia sin perder la confianza en Dios, que uno puede ser científico (él era químico)  y profundamete creyente. Creer con cien años, después de haber vivido tanto, nos cura de las insolencias juveniles, de la autosuficiencia adulta, nos devuelve la seriedad de la vida. Confieso que mis grandes maestros son los niños y los ancianos. Lo repito con frecuencia. Algunos no me creen. Les parece una boutade, pero es la pura verdad. La razón es sencilla: son los más sensibles al misterio de la vida, o sea, a Dios. Los adultos nos creemos más racionales, más críticos, más entendidos, pero casi siempre dejamos escapar lo esencial, se nos escurre entre las manos. Estoy seguro de que el buen P. Joan debe de estar sonriendo al leer estas notas escritas como a hurtadillas, con nocturnidad, en el anonimato de un aeropuerto. A él le pido que me acompañe en esta nueva aventura que hoy emprendo. A Dios le doy gracias a Dios por el testimonio de fe y de entrega del P. Joan hasta el final.

2 comentarios:

  1. Gonzalo, gracias por compartir la vida del P. Joan Sidera y me uno a tu acción de gracias.

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  2. Gracias Gonzalo por recordarnos el don de la vida y de la fe en el misterio de una persona. Un abrazo

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