martes, 14 de julio de 2020

Ya estamos cansados

Recuerdo que durante los meses de marzo y abril estuve en comunicación con muchos amigos de los que hacía tiempo no sabía nada. Cuando el virus estaba afectando de lleno a Italia y España, con picos de casi mil muertos diarios, recibía mensajes y correos de muchas personas que se interesaban por mí. La palabra “Italia” se asociaba a “crisis”, aunque la mayoría de los casos se localizaban en las regiones del norte. Gracias a Dios, Roma reaccionó con rapidez. Enseguida nos encerramos en casa. De esa manera, se pudo contener la expansión del virus. Yo mismo llamé a muchos de mis amigos y conocidos para interesarme por su situación. Todos estábamos en ascuas. Cuando empezaron a morir las primeras personas conocidas, todos vivimos momentos de extrema preocupación. Se creó una solidaridad que nos hizo sentir que, a pesar del confinamiento físico, no estábamos solos. Rezábamos unos por otros, nos intercambiábamos mensajes de apoyo, participábamos en algunos ritos colectivos (como el aplauso a los sanitarios o los cánticos desde los balcones), colaborábamos con algunas campañas de solidaridad, organizábamos videoconferencias, etc. A medida que han ido pasando las semanas y los meses, se ha reducido el flujo de comunicación. Ahora -al menos esta es mi experiencia- hemos entrado en una fase de cierto letargo, que quizá es fruto del cansancio emocional vivido en los meses pasados y también de la lenta recuperación de la normalidad. Si antes necesitábamos hablar con otros para exorcizar nuestros miedos, ahora nos sentimos más a gusto reduciendo al mínimo las comunicaciones.

También de esto podemos aprender algo. Los amigos siempre estamos ahí, pero no siempre nos comunicamos del mismo modo. A veces, multiplicamos las conversaciones; otras las espaciamos. La amistad no se mide por la cantidad de intercambios, sino por su calidad y, sobre todo, por la confianza de que estamos siempre ahí. Por eso, entre amigos, cualquier conversación parece la continuación de un ayer que quizá se remonta a meses. Esta seguridad de que hay personas a las cuales les importamos nos permite caminar por la vida con serenidad. No somos zombis. Tenemos un rostro que otros reconocen como familiar. Tenemos un nombre que, pronunciado por labios amigos, suena de otra manera, nos confiere identidad personal. Me hago estas reflexiones horas antes de someterme a un test serológico para ver si tengo anticuerpos contra el Covid-19. Necesito un documento acreditativo antes de reanudar mis viajes al exterior la próxima semana. En realidad, no es algo demasiado nuevo para mí. En el pasado, tenía que someterme a una batería de vacunas antes de viajar a algunos países africanos y asiáticos. Ahora cambian las circunstancias. Necesito otro tipo de prueba para moverme por Europa, aunque no siempre es exigida por las autoridades sanitarias.

Este año, a pesar del cansancio acumulado en estos meses de alto voltaje emocional, no siento la necesidad de vacaciones. Es más, la palabra “vacaciones” se me antoja casi ofensiva cuando pienso en los muchos que siguen pasándolo mal y que no saben cómo van a afrontar el próximo curso. Más que vacaciones, lo que necesito es encontrarme con algunas personas de las que he estado separado en este tiempo y cuya suerte me ha preocupado mucho. Encontrarlas es prioritario; descansar me parece secundario. Por otra parte, mi larga estancia romana -completamente inusual en mi agenda misionera- me ha obligado a crear ciertas rutinas que considero saludables. No ha sido un tiempo de abandono, sino de trabajo articulado, diálogos comunitarios más tranquilos y nuevas iniciativas pastorales, como la que estoy realizando estos días. Lo que ha quedado atrás es el intercambio constante de guasaps (sic), la pregunta ¿cómo estás? dirigida a los amigos y conocidos y otras prácticas de las semanas duras. Es como si ya estuviera harto del parte diario y necesitara entrar en una nueva fase. Sigo consultando cada día los informes sobre la evolución de la pandemia en el mundo, pero sin la carga emotiva con que lo hacía en marzo, abril y mayo. No es que la situación sea mejor (de hecho, en América, India y algunos países africanos está empeorando mucho), pero uno no puede vivir por mucho tiempo en estado de schock.

2 comentarios:

  1. Cuando he leído: “Esta seguridad de que hay personas a las cuales les importamos nos permite caminar por la vida con serenidad” Me ha llevado a reflexionar en que los cristianos deberíamos caminar con esta serenidad, porque sabemos, aunque a veces nos cueste vivirlo, que a Dios le importamos.
    Me siento muy identificada cuando dices: “… no siento la necesidad de vacaciones. Es más, la palabra “vacaciones” se me antoja casi ofensiva cuando pienso en los muchos que siguen pasándolo mal y que no saben cómo van a afrontar el próximo curso… “ y me sorprende como la gente empieza a hablar de ellas, aunque con miedo; van a cambiar sus costumbres… El descanso es necesario y nos iría bien de poder descansar también de tantas noticias negativas, aunque las mascarillas, nos recuerdan continuamente al COVID. Espero que este año los días de descanso los disfrutemos de estos pequeños momentos pasados con la familia y con los amigos y disfrutando de la naturaleza.

    ResponderEliminar

En este espacio puedes compartir tus opiniones, críticas o sugerencias con toda libertad. No olvides que no estamos en un aula o en un plató de televisión. Este espacio es una tertulia de amigos. Si no tienes ID propio, entra como usuario Anónimo, aunque siempre se agradece saber quién es quién. Si lo deseas, puedes escribir tu nombre al final. Muchas gracias.