sábado, 18 de julio de 2020

El contenedor de multitudes

Espero que el vídeo que he colocado al final de esta entrada no escandalice a nadie. Es un vídeo provocativo de la youtuber Ter sobre el concepto de “performance”. No lo he escogido para proponerlo como modelo de nada -a no ser de chica un poco lenguaraz- sino como una forma de preguntarnos por lo que a menudo llamamos “nuestras contradicciones” y que, en la mayor parte de los casos, son expresiones de la riqueza y complejidad de nuestra vida. Entiendo que para quienes tienen una formación metafísica o jurídica clásica, estos discursos suenan a papanatismo intelectual. No obstante, quiero adentrarme en este territorio. De no hacerlo, me costaría entender a muchas personas y, sobre todo, a los más jóvenes. Tal vez hasta me costaría entenderme a mí mismo. 

¿No habéis experimentado nunca la atracción por dos cosas que parecen opuestas? A uno le puede fascinar la música de Bach, por ejemplo, pero no hace ascos a Pink Floyd o a Los Panchos, por poner ejemplos distantes en el tiempo y diferentes en su expresión. Puedes admirar a Velázquez y encontrar algo especial en Kandinski. Te puedes sentir atraído por personas conversadoras y de vez en cuando admirar a quienes se mantienen siempre en silencio. Puedes identificarte políticamente de derechas y, sin embargo, compartir algunas propuestas de la izquierda. O al revés. Puedes haber entregado tu vida a Jesús y, al mismo tiempo, comprender las inquietudes de muchos agnósticos y ateos y sentir admiración por el budismo. Si se analizan las cosas solo desde un punto de vista lógico o ético, es fácil emitir juicios taxativos y hablar de incongruencia o diletantismo. Suele ser común en el discurso eclesiástico. Pero ¿es así la realidad? A poca experiencia que tengamos de examinar nuestras mociones interiores o de acompañar a otros en su camino espiritual, nos daremos cuenta de que todos, en un grado u otro, somos un manojo de contradicciones. Algunas personas las exploran, reconocen y aceptan. A partir de ahí, aprenden a trabajarlas. Otras las ignoran. Acaban siendo sus víctimas. 

Hay un poema del norteamericano Walt Whitman que se acerca a esta misteriosa pluralidad de los seres humanos. Analizado con ojos dualistas, parece un monumento a la contradicción y quizás una justificación de su azarosa e incluso escandalosa vida. Pero, desde un enfoque integral, podemos admitir que tal vez se ha atrevido a poner palabras a experiencias que la mayoría de los seres humanos vivimos y que, sin embargo, no sabemos expresar a cabalidad. Solo los místicos y los poetas (algunos reúnen ambas condiciones) son capaces de explorar y verbalizar con belleza los rincones del alma humana. Dejemos que fluyan los versos de Whitman con su cadencia poética: 

“El pasado y el presente se marchitan.
Y los he llenado y los he vaciado a los dos
y prosigo llenando lo que me espera en el futuro.
Y ahora vosotros, los que me habéis escuchado,
levantaos. ¿Qué tenéis que decirme?
Miradme a la cara, mientras respiro por última vez bajo las sombras de la tarde.
(Hablad sinceramente, nadie os escucha y sólo dispongo de un minuto.)
¿Qué tenéis que decirme?
¿Qué me contradigo?
Sí, me contradigo. Y ¿qué?
(Yo soy inmenso…
y contengo multitudes.)
Me dirijo a los que están cerca
y espero en el umbral de la puerta.
¿Quién ha terminado su trabajo?
¿Quién ha concluido de cenar?
¿Quién me acompaña?
¿Quién viene conmigo?
O ¿vais a hablar cuando ya me haya ido y sea demasiado tarde?”

Para mí el verso principal es: “contengo multitudes”. Creo que cada ser humano somos un universo en miniatura, un microcosmos. Estamos habitados por ideas diversas, emociones encontradas, deseos incontrolables y decisiones cambiantes. Somos un semillero en el que solo unas pocas semillas acaban germinando; otras permanecen en estado latente, pero no mueren del todo. ¿Cómo aprender a movernos en este “contenedor de multitudes”? Si provenimos de una formación muy rígida, nuestro ideal será llegar a ser personas “de una pieza”, a encajar todo en su sitio; es decir, personas de ideas fijas, emociones estables y decisiones irrevocables. Hay una abundante literatura ascética que presenta así el ideal de la madurez. Pero ¿hace justicia este ideal al rompecabezas que somos cada uno de nosotros, a lo que experimentamos a diario? ¿Somos, de verdad, personas “de una pieza” o, más bien, puzles compuestos de muchas, “contenedores de multitudes”, por usar la expresión de Whitman? Me temo que, si no vemos y aceptamos esta pluralidad, nos será muy difícil entender nuestras oscilaciones vitales y, sobre todo, aceptar a los demás en su infinita diversidad. Tenderemos siempre a juzgar con criterios éticos lo que a menudo son solo manifestaciones cambiantes de un ser en ebullición. Tal vez en sociedades muy rígidas era más fácil ser personas “de una pieza”. En un mundo tan fluido como el nuestro, se hace difícil entender la vida desde esta clave. 

A primera vista, todo esto parece contradecir un Evangelio entendido como un conjunto de criterios y normas irrevocables, pero quizá está visión está mucho más cerca de la propuesta de Jesús que los reduccionismos que nosotros hemos ido haciendo a lo largo de la historia. ¿Qué significa que Jesús nos haya regalado su Espíritu para que nos vaya conduciendo hasta la verdad plena (cf. Jn 16,13)? ¿Qué significa que los verdaderos adoradores de Dios lo adorarán no en un lugar físico, sino “en espíritu y verdad” (cf. Jn 4,23-24)? No quisiera que estas reflexiones descorazonasen a nadie o justificaran el “todo da igual”. Solo pretendo que nos hagan pensar. Al fin y al cabo, las escribo como una breve introducción a un vídeo “provocativo” que el lector se puede ahorrar si intuye que su visión de la vida no va por aquí.


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