domingo, 26 de julio de 2020

Cuatro por el precio de una

El Evangelio de este XVII Domingo del Tiempo Ordinario nos propone cuatro miniparábolas: el tesoro escondido, la perla preciosa, la red barredera y el arcón familiar. Las cuatro parten de experiencias ordinarias, perfectamente conocidas por los oyentes de Jesús. Las cuatro tienen un objetivo común: decir algo sobre el reino de los cielos y, sobre todo, urgir a tomar una opción clara y arriesgada por él. Creo que ninguna de estas parábolas refleja experiencias actuales, y menos para quienes viven en grandes ciudades. Hoy no es normal que uno, arando la tierra, se encuentre una vasija de barro llena de monedas de oro. Y tampoco es normal comerciar con perlas, pescar con red o guardar la ropa en un viejo arcón. Y, sin embargo, en estas historias de sabor añejo percibimos con bastante claridad lo que Jesús nos quiere decir hoy. Quien quiere vivir el Evangelio debe tener el coraje de arriesgar todo. Esa fue la experiencia que tuvo, por ejemplo, Pablo de Tarso, hasta el punto de que llegó a escribir: “Lo que para mí era ganancia lo consideré, por Cristo, pérdida. Más aún, todo lo considero pérdida comparado con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús mi Señor; por él doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme a Cristo” (Fil 3,7-8).

Para ponderar el tesoro de la fe necesitamos el don del discernimiento; es decir, la capacidad de distinguir el bien del mal, lo verdadero de lo falso, lo valioso de lo fútil. Ese es precisamente el don que Salomón le pide a Dios, como leemos en la primera lectura (cf. 1 Re 3,5.7-12). El joven rey israelita no le pide lo que le hubiéramos pedido la mayoría de nosotros: riquezas y larga vida. A esos bienes prefiere la sabiduría. Es aquí donde se produce una brecha entre la enseñanza bíblica y la cultura contemporánea. El arte del discernimiento es valioso cuando uno cree que no es lo mismo la verdad que la mentira, la belleza que la fealdad, el bien que el mal. Pero cuando -como sucede hoy- todo es relativo, todo tiene la misma categoría, todo puede ser importante “según y cómo”, entonces no tiene mucho sentido ser hombres y mujeres de juicio. Lo que cuenta es hacer lo que en cada momento “nos pida el cuerpo” y tratar de disfrutar lo más posible.

¿Alguna vez le hemos llamado a Dios “mi tesoro”? Entre los enamorados, o entre madres e hijos pequeños, es frecuente utilizar este término para expresar amor y ternura. No abunda en la literatura religiosa y litúrgica, aunque sí en la bíblica. Si Dios es nuestro tesoro, se desprenden dos consecuencias: tenemos que hacer todo lo posible por descubrirlo y no hay ninguna otra realidad que pueda atrapar nuestro corazón. ¿Cómo sabemos si Dios es nuestro tesoro? Si produce en nosotros alegría, paz, amor y un incontenible deseo de dedicar nuestra vida a Él. Es probable que en estos tiempos de pandemia no tengamos el ánimo muy dispuesto para este tipo de reflexiones. Si nos encontramos un poco confusos, temerosos y alicaídos, basta con que nos abandonemos suavemente en Él, que nos dejemos querer. Nadie mejor que nuestro Padre Dios comprende lo que nos pasa. Sabe que no todos los tiempos de nuestra vida son de entusiasmo, pero todos, incluso los más dolorosos, pueden ser de confianza. El “tesoro” nunca se va a devaluar.

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