jueves, 23 de julio de 2020

El "hospital de campaña"

Dar un paseo por el bosque a las 8 de la mañana con 16 grados de temperatura es una forma “perfectamente seria” de comenzar la jornada. Hay soledad, silencio y frescor, los ingredientes que suelen faltar en las ciudades. Es el mejor desayuno para una dieta de desintoxicación urbana. Ocho kilómetros son suficientes para empezar. Mañana será otro día. Perdido entre los pinos, pareciera que la pandemia ha desaparecido… hasta que aparece otro caminante enfundado en su mascarilla quirúrgica. Es un recordatorio de que el virus no se detiene. Hemos superado ya los 15 millones de contagios en todo el mundo. Siguen creciendo mucho en Estados Unidos, Brasil e India. Lo peor está por llegar. Quizá por eso la poca gente que encuentro en mi camino saluda a distancia, como temerosa de que el virus salte asido a las palabras. Las conversaciones son, en realidad, intercambios breves, un poco nerviosos, torpes, como de personas que se están acostumbrando a un nuevo modo de vivir y relacionarse. La espontaneidad de siempre ha cedido el puesto a la precaución. Las alarmas están encendidas.

Solo el bosque parece ser el mismo de siempre. Acostumbrado a los rigores del invierno y a los excesos del verano, permanece impasible. O, mejor, reacciona con discreción, sin perder los papeles. Hace más ruido un árbol que cae que un bosque entero que crece en silencio. Noto el suelo más húmedo de lo que había imaginado. También el embalse contiene más agua de lo que suele ser normal por estas fechas. Todo el entorno se ha convertido en un gigantesco “hospital de campaña” (nunca mejor dicho), dispuesto a acoger a las personas que, tras meses de reclusión y miedo, necesitan la terapia de la naturaleza. Este año no habrá fiestas ni grandes concentraciones humanas. Es probable que bares y restaurantes tengan poca clientela. Quien verá aumentado el número de visitantes será el bosque, aunque aquí todo el mundo prefiere llamarlo “el monte” o “el pinar”, como si las palabras “montaña” y “bosque” fueran demasiado refinadas, más propias de un libro de geografía que del habla común.

No acabo de acostumbrarme a este silencio. Me parece un regalo inmerecido. Es como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para no molestar. Creo que los parlamentarios tendrían que venir aquí de vez en cuando para ver si corrigen su infumable verborrea. Aprovecho para leer a toda prisa un breve artículo del sociólogo Juan M. González-Anleo sobre Generación Z: posreligión y espiritualidad líquida. Siempre conviene estar atento a lo que sucede en las generaciones más jóvenes. El autor cree que estamos ante “una generación incapaz ya de distinguir entre la psicología positiva con la que se han fundido y una espiritualidad realmente transformadora tanto de uno mismo como del mundo en el que se vive”. O sea, que las “espiritualidades” juveniles tienen mucho que ver con el rollo contemporáneo de “tienes derecho a ser feliz”, “toma lo que te apetezca”, “no te ates, sé libre” y eslóganes parecidos. También para la generación Z el Evangelio es pura novedad. Muchos de ellos ni siquiera han oído hablar de él. Como estoy convencido de que no hay nada más nuevo que Jesús, no me espanto cada vez que me hablan de tendencias “nuevas”. Envejecerán antes de que nos dé tiempo a conocerlas y abordarlas. Todo es demasiado efímero. Jesús será siempre la eterna novedad. No hay por qué sentirse abrumado. Hay que contagiar alegría.

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