domingo, 19 de julio de 2020

Un Todopoderoso todopaciente

Las lecturas de este XVI Domingo del Tiempo Ordinario nos vienen como anillo al dedo para iluminar la confusa situación que estamos viviendo. Hay dos preguntas que nunca dejan de darnos guerra. Primera: ¿Por qué existe el mal en el mundo? Segunda: ¿Por qué Dios, si es bueno, no actúa rápida y eficazmente para derrotarlo? El mal tiene diversos rostros, algunos visibles y otros escondidos. En los últimos meses se ha disfrazado de pandemia. Lo peor no es que haya más de 14 millones de contagiados y más de 600.000 muertos en todo el mundo (que es ya un asunto muy grave), sino la cascada de incertidumbre y desesperanza que se está precipitando sobre nosotros. ¿A quién acudimos en estas circunstancias?  Podemos acudir a la ciencia, pero ya ha demostrado sus límites. Tampoco los políticos parecen estar en condiciones de garantizarnos la seguridad. Quizás a alguien se le ocurra invocar energías extrañas, pero -como leemos en la primera lectura de hoy- “fuera de ti, no hay otro dios al cuidado de todo, ante quien tengas que justificar tu sentencia” (Sab 12,13). Para un cristiano, la referencia es siempre Jesús. A él acudimos entre asustados y esperanzados. Conviven en nosotros la fe y el escepticismo, los deseos de encontrar luz y la sospecha de que la noche puede alargarse.

Una vez más, Jesús no nos da recetas o soluciones milagrosas. Nos ofrece claves. En el Evangelio leemos que “Jesús expuso todo esto a la gente en parábolas y sin parábolas no les exponía nada” (Mt 13,34). Una parábola apunta a una respuesta, pero deja siempre un margen de libertad para que cada uno hagamos nuestra opción. Una parábola no es un indiscutible axioma matemático o un precepto jurídico de obligado cumplimiento. Es una provocación, una invitación a la libertad personal. A falta de una, el Evangelio de este domingo nos ofrece tres: la del trigo y la cizaña, la del grano de mostaza y la de la levadura en la masa. Toda ellas pueden ser interpretadas de diversas maneras. Elijo una que me parece acorde con el sentido original y con la situación que estamos viviendo:
  • La parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) nos previene contra la fácil tentación de querer separar precipitadamente el trigo de la cizaña, el bien del mal. No es tan fácil para los seres humanos. A menudo, lo que consideramos “bueno” esconde segundas intenciones (“No es oro todo lo que reluce”) y lo que consideramos “malo” puede contener perlas de bien. No es nuestra misión dividir el mundo entre “justos” e “injustos”, “creyentes” e “incrédulos”, “nosotros” y “ellos”. Al arrancar la cizaña, corremos el riesgo de arrancar el trigo. Es mejor permitir que crezcan juntos y dejar a Dios el juicio final. Los creyentes no estamos llamados a formar un gueto de “puros”, separados de los demás. Estamos llamados a mezclarnos con todos, a crecer en un campo en el que hay semillas de diversas clases. Cualquier actitud intolerante y excluyente no hace justicia al modo como Dios actúa. Él es “todopoderoso” porque es al mismo tiempo “todopaciente”. El primer rasgo del amor (cf. 1 Cor 13,4) es precisamente la paciencia. Los creyentes tendemos a menudo a ser impacientes. Por eso, nos cuesta aceptar la complejidad de la vida humana, vivir en sociedades pluralistas en las que no todos piensan y actúan igual. La parábola de Jesús es una invitación a la paciencia histórica, a no jugar a jueces, a dejar a Dios ser Dios.
  • Las parábolas de la semilla de mostaza y de la levadura (cf. Mt 13,31-33) introducen otro elemento para iluminar lo que vivimos. El Reino de Dios nunca va a ser una realidad imponente. Jamás podremos identificarlo con ninguna construcción humana. No hay comunidad eclesial, régimen político o conquista científica que pueda erigirse en el Reino. El proyecto de Dios siempre será una realidad “pequeña” (como un grano de mostaza) o “escondida” (como la levadura), pero con una enorme capacidad de desarrollo y de fermentar la masa de la humanidad. En este contraste entre pequeñez-crecimiento e invisibilidad-energía tenemos que aprender a vivir.
En pocas palabras, el cristiano -antes de la pandemia, durante la pandemia y después de la pandemia- es un hombre o una mujer paciente, que no pierde los papeles por el hecho de que en el campo de la historia crezca la cizaña junto al trigo. Sabe que su misión no es la de ser juez (solo Dios puede juzgar), sino la de ser un humilde agricultor que procura hacer fructificar su propia semilla. O un panadero que se limita a introducir la levadura del Evangelio en la masa de la humanidad. Es Dios quien hace crecer, juzga, separa el bien del mal y da a cada uno lo suyo. La paciencia es hija de la caridad. Quizás hasta podríamos componer una nueva bienaventuranza: “Bienaventurados los que, ante los males del mundo, no pierden la paciencia porque con su actitud manifiestan creer en un Dios al que nunca se le escapa la historia de las manos”. Tampoco durante la pandemia del 2020.

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