miércoles, 22 de julio de 2020

Tras la tormenta viene la calma

No lo digo en sentido metafórico, sino real. La noche pasada han caído sobre Madrid un par de tormentas que han aliviado un poco el fuerte bochorno de ayer. No han sido gigantescas, pero al amanecer se respiraba un aire fresco y húmedo. Lo que sucede en el mundo físico, se da también en el campo de las relaciones, de la política y esperemos que en la crisis de la pandemia. A veces, la conjunción de muchas fuerzas negativas estalla en una “tormenta perfecta” que destroza lo que teníamos, pero nos libera al mismo tiempo de la sobrecarga eléctrica y tensional que nos oprimía. A partir de los desechos, se puede empezar a construir con serenidad. Cuando hemos tocado fondo, la única palabra que todavía conserva significado es la esperanza. Parece un consuelo de pobres, pero es la dinámica de la vida. En el pasado, estas “tormentas perfectas” eran las pestes, las guerras sin cuento, las sequías y hambrunas, etc. Ahora, acostumbrados a controlar “casi” todo, nos vemos zarandeados por una pandemia que no esperábamos, aunque algunos visionarios la temían desde hacía tiempo. ¿Seremos capaces de aprovecharla para corregir el rumbo y hacer las reformas imprescindibles? Hace meses que nos hacemos esta pregunta sin que, por el momento, se vean signos claros de respuesta.

Si la pandemia -por definición- es una “enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región”, no tiene mucho sentido pensar en respuestas demasiado locales. Me produce sonrojo la tentación -tan española por otra parte- de seguir políticas distintas según las comunidades autónomas, como si el virus se comportase de diversa manera según el territorio o el color político dominante. A un problema global, se responde con medidas globales (pocas, claras y contundentes). Por otra parte, no se puede retrasar más la “conversión ecológica” que el papa Francisco pedía hace cinco años en la encíclica Laudato Si’. De no hacerlo, vamos a encadenar crisis tras crisis. No tengo tan claro que tengamos que poner demasiado el acento en la “revolución digital”, por más que en estos meses estemos viviendo una verdadera eclosión y todo el mundo dice que el futuro (el presente) va por ahí. Lo digital nos hace al mismo tiempo fuertes y muy vulnerables y manipulables. ¡No quiero ni imaginar lo que le sucedería a nuestro mundo si se produjera una “pandemia informática” y todos los servicios esenciales quedaran paralizados! Por eso, junto al desarrollo digital, hay que prever una forma de vida alternativa (elemental y sostenible) que permita sobrevivir en caso de ciberterrorismo, por ejemplo. Algo tan sencillo como disponer de un huerto doméstico y de acceso al agua potable puede salvar la vida de una familia en casos extremos. En este sentido, las ciudades son mucho más vulnerables que los pueblos.

No sé si estos pensamientos son los más estimulantes antes de empezar un período de descanso, pero me acuden mientras recorro algunas calles de Madrid y compruebo que todas las personas sin excepción llevan su mascarilla. Creo que, además de los indudables beneficios en la contención del virus, en realidad se trata de un amuleto que otorga a las personas la sensación de que están protegidas contra el enemigo invisible, a sabiendas de que tal protección es bastante relativa. Un cierto gregarismo se apodera de nosotros en momentos de pánico. Estamos dispuestos a hacer cualquier cosa que nos pidan con tal de que nos garanticen un mínimo de seguridad. Es el contexto ideal para que los manipuladores se salgan con la suya y hagan de la pandemia la excusa perfecta para implementar sus planes de control. Cuando nos queremos dar cuenta, es demasiado tarde. Por eso, junto a una actitud básica de obediencia civil, es bueno que se escuchen siempre voces críticas que nos hagan caer en la cuenta de otros aspectos que van más allá de la seguridad. Con ser importante la salud pública, no es el único bien personal y colectivo que está en juego. Para asegurarla, no se pueden pisotear otros derechos fundamentales. De lo contrario, caemos fácilmente en la “dictadura de los expertos”. Lo esencial para que tras la tormenta llegue la calma es una actitud individual consciente de la situación, responsable de las propias actuaciones y solidaria con los más afectados por la crisis.

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