miércoles, 18 de diciembre de 2024

El oasis de las Carboneras


En estos días prenavideños, cargados de felicitaciones, visitas y ausencias, hace bien perderse para encontrarse. Yo lo hice ayer por la tarde. Salí de mi casa a eso de las cinco. Atravesé a pie la remodelada plaza de España por la parte inferior, me crucé con un buen número de paseantes, recorrí de norte a sur la plaza de Oriente, emboqué la calle Mayor y, en pleno centro de Madrid, a espaldas de la plaza de la Villa, entré en uno de los pocos conventos del siglo XVII que no fueron demolidos por la piqueta. 

En la recoleta plaza del Conde de Miranda, saliendo de la calle del Codo, está el convento del Corpus Christi de las monjas Jerónimas, conocido como Las Carboneras. Este curioso nombre no alude al hecho de que las monjas se hayan dedicado en alguna etapa de su larga historia a fabricar o vender carbón. El origen es más pintoresco. Según se cuenta, la vida del convento cambió cuando unos niños encontraron en unas carboneras un cuadro de la Virgen, que fue trasladado al cercano convento y expuesto para su veneración. Las Carboneras son también conocidas en Madrid por sus afamados dulces.


La capilla está siempre abierta al público. El Santísimo Sacramento permanece expuesto. En el coro hay al menos una monja orando. Cuando yo entré había también media docena de personas haciendo oración y -como no podía ser de otro modo- un grupo de turistas cuchicheando mientras observaban por una de las verjas el pequeño belén que las monjas han montado. Estoy convencido de que para ellos no contaba mucho que el Santísimo estuviera expuesto y que hubiera un grupo de personas orando. Los turistas quieren moverse, ver y hacer fotos. Lo demás es secundario. No siempre distinguen entre una iglesia, un museo o una sala de exposiciones. 


Cuando se hizo silencio completo, me quedé un buen rato contemplando la custodia que se mostraba en la parte inferior del retablo. Me daba la impresión de que el reloj se había detenido. El silencio no era completo porque en la plaza contigua había un generador que alimentaba un potente proyector, pero el ruido era más un murmullo constante que un ruido molesto. 

Es difícil explicar lo que se siente ante la presencia de Cristo sacramentado. El magnetismo es claro. No me extraña que muchos jóvenes hayan redescubierto en los últimos años una forma de relación con Jesús que la gente de mi generación había arrinconado por reacción a los “excesos” de décadas anteriores y quizá también por una teología demasiado esquelética.

Los grandes orantes eucarísticos nos enseñan que en este tipo de oración lo importante es callar y dejarse mirar. No es necesario caer en un sentimentalismo huero. Basta creer que Jesús ha vinculado su presencia a la mediación sacramental. La adoración prolonga la celebración. 


Allí, en la pequeña capilla de las Carboneras, mientras en la vecina plaza Mayor la gente se agolpaba en torno a las casetas navideñas, acontecía una experiencia de encuentro. Yo trataba de poner en orden mis pensamientos y emociones, repasaba los nombres de las personas a las que quiero, me detenía en algunas situaciones problemáticas… Por momentos suspendía toda imagen. Dirigía mis ojos a la custodia iluminada. 

Sin poder explicar su entraña, era consciente de que estaba viviendo un encuentro trasformador. Deposité en Jesús mis cuitas y mis fardos. Recordé sus palabras: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”. Experimenté una paz serena y una alegría suave. 


Cuando salí a la calle era ya de noche. Estaban encendidas las luces navideñas. Mientras rehacía el camino de vuelta a casa, pensaba que la alegría de la Navidad se parece más a la serenidad experimentada en la capilla de las Carboneras que al jolgorio que a menudo se vive en estos días. Quizás ambas son expresiones son necesarias, pero, a estas alturas de mi vida, yo me quedo con la primera.



martes, 17 de diciembre de 2024

Empieza la "cuenta atrás"


Falta una semana para la Navidad. El ritmo se acelera. Desde el 17 al 24 de diciembre, la liturgia de Adviento celebra las “ferias mayores”. En Hispanoamérica viven desde ayer una novena preparatoria de la Navidad con las famosas “posadas”, una tradición mexicana que se ha extendido a los países centroamericanos. En Colombia, Venezuela y Ecuador se celebra, más bien, la “novena de aguinaldos”. 

En ambos casos se trata de dar sabor popular a la recta final del Adviento, de modo que crezca en nosotros la expectación ante el Señor que se acerca. La liturgia y la piedad popular se dan la mano. Es una especie de festiva “cuenta atrás” que nos hace saborear más el misterio de la Navidad.


Precisamente hoy el papa Francisco cumple 88 años. Con criterios humanos, no parece la edad más adecuada para pastorear un rebaño tan grande como la Iglesia católica. Ha entrado de lleno en la cuarta edad. Su salud es precaria, aunque conserva una gran lucidez. Una de las críticas que se les ha hecho a Joe Biden y a Donald Trump es que son demasiado mayores para liderar un país tan poderoso como Estados Unidos. ¡Y más en un tiempo en el que lo juvenil se ha entronizado como paradigma de fuerza!

El Papa es mayor que ellos, pero sigue siendo un testigo que guía. Al verlo sentado en su silla de ruedas, es inevitable acordarse de las palabras del viejo Simeón cuando contempló al pequeño Jesús, objeto de la esperanza que lo había mantenido vivo: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,29-31). El papa Francisco ha deseado con ahínco acompañar el camino sinodal de la Iglesia y celebrar el jubileo de la esperanza. Seguramente ambas experiencias constituyen el mejor regalo de cumpleaños.


¿Cómo vivir esta última semana del Adviento sin sucumbir a las prisas y a las expectativas insatisfechas, sin apresurar demasiado el 
“modo Navidad”? Quizá la mejor manera consiste en aprender a tomar distancia de todo lo que nos estresa. La verdadera esperanza madura siempre en el silencio. No se puede esperar envueltos en ruidos. Un cierto ayuno digital y tiempos largos de silencio y oración pueden ser el mejor modo de permitir que la Palabra resuene de otra manera. 

Por otra parte, dejarse guiar por la sugestiva liturgia de estos días nos permite orientarnos en el sinfín de mensajes que se acumulan. La Palabra va siempre directa al corazón.

lunes, 16 de diciembre de 2024

Algo más que una planta


La planta tiene poco más de dos años y medio. Pertenece a la familia de la Dieffenbachia (Dieffenbachia seguine). Aunque algunas especies pueden alcanzar varios metros de altura, la mía es chiquita. Se adapta a las condiciones de mi cuarto. Originaria de América central, se ha adaptado bien a nuestras latitudes. Lleva conmigo algo menos de dos meses. Pertenecía a mi madre. Se la regalé cuando ella cumplió 90 años. Después de su muerte, mis hermanos pensaron que yo podría traérmela a Madrid y cuidarla. Sería un recuerdo vivo de nuestra madre. Así lo hice. 

No tengo mucha mano para cuidar las plantas, pero esta ha sobrevivido con cierta lozanía. Poco a poco, tendré que ir dándome cuenta de sus necesidades y cubrirlas del mejor modo posible. Una de mis hermanas me ha dado unas pastillitas blancas que tengo que disolver en agua una vez al mes. Parece que es un abono beneficioso. Procuro mantener las hojas libres de polvo para que la fotosíntesis se realice con normalidad. La planta -o las plantas, porque hay dos especies juntas- crecen en una cestita de mimbre. Tendría que trasplantarlas a una maceta más grande para que se desarrollasen más, pero yo prefiero que conserven su tamaño pequeño.


Más allá de su función ornamental, esta plantita es un recuerdo permanente de mi madre, cuya memoria mantengo vivísima después de medio año de su partida. La relación que establezco con ella va mucho más allá de la mera evocación sentimental o de la remembranza afectuosa. Es una experiencia de profunda comunión. Los cristianos creemos en el misterio de la “comunión de los santos”. Me gusta el modo como lo expresa el concilio Vaticano II (LG 49) y que después recoge el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 955): “La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales”. 

Basado en este misterio, creo que la relación con mi madre no se ha interrumpido, sino que se ha reforzado. Al mismo tiempo que oro por ella, le pido que ore por mí. Es una especie de intercambio saludable, difícil de explicar. Esto me ayuda a vivir la muerte como un tránsito, no como una separación radical. Hay un maravilloso mundo que tiene que ser explorado y que va más allá de las preocupaciones, a menudo un poco ruines, que llenan la vida cotidiana.


Cultivar la plantita que le regalé cuando ella cumplió 90 años me ayuda a mantener fresca esta experiencia de comunión. Es un recordatorio permanente. Cuando entro a mi cuarto, tengo la impresión de que la planta menea suavemente sus hojas siempre verdes para saludarme. Ya sé que es una ilusión óptica, pero me ayuda a activar el recuerdo. Por otra parte, esta lozanía permanente, este verdor suavizado con manchas amarillentas, es como un símbolo de la vida que no acaba. 

Ha tenido que llegar el Adviento para darme cuenta de que la “venida del Señor” -la famosa venida intermedia- se produce cada vez que caemos en la cuenta de que él nos habla a través de personas, acontecimientos y signos. La Dieffenbachia es uno de esos signos que, sin decir nada, habla de amor, vida, recuerdo, pasado, presente y futuro. Cuando tenga tiempo, necesito mantener una breve conversación con ella, a ver si logro arrancarle alguna confidencia que me ayude a comprender mejor quién era mi madre. Al final y al cabo, ambas (mi madre y ella) pasaron muchas horas juntas de feliz contemplación.

domingo, 15 de diciembre de 2024

No hay alegría sin asombro


En el camino de preparación a la Navidad llegamos al III Domingo de Adviento. Tanto la primera lectura (Sof 3,14-18ª), como el salmo responsorial (Is 12) y la segunda lectura (Flp 4,4-7) justifican que a este domingo se le llame Gaudete. Sofonías invita al pueblo a alegrarse: “Alégrate hija de Sion, grita de gozo Israel; regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén”. Isaías hace algo parecido: “Gritad jubilosos, habitantes de Sion: porque es grande en medio de ti el Santo de Israel”. Pablo lanza idéntico mensaje a la comunidad de Filipos: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos”. La novedad es que explica el verdadero motivo de la alegría: “Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca”. 

A primera vista, el evangelio de Lucas parece desentonar con esta invitación general a la alegría. Ante la pregunta sobre lo que se debe hacer, Juan el Bautista responde a los distintos grupos (gente, publicanos y soldados) con invitaciones a practicar conductas éticas en sus respectivos campos de actuación: “El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo” (gente); “No exijáis más de lo establecido” (publicanos-cobradores de impuestos); “No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga” (soldados). En realidad, estas conductas nos ayudan a acoger al que está por llegar. Juan lo explica con estas palabras: “Viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias”. Ese “más fuerte” es Jesús, portador de la buena noticia que llena de alegría al mundo entero.


Aunque en estas fechas prenavideñas se prodigan las felicitaciones de todo tipo (impresas, digitales, en persona) y la invitación a la alegría, a menudo experimentamos el efecto contrario. Hay un hartazgo de estímulos artificiales que acaban produciendo más bien tristeza, acaso porque la alegría es fruto del asombro y hoy -como reconoce el cardenal Bocos en una interesante entrevista- “el mundo está lleno de maravillas, pero falta capacidad de asombro”. Preguntado por lo que el cardenal entiende por “asombro”, responde así: “El asombro es una conmoción interior que nos estremece, fecunda la calidad de la vida humana y abre la puerta a la veneración de la dignidad de la persona y del misterio de Dios. Dignidad de la persona y misterio de Dios van unidos”. Después, citando a Gabriel Marcel, añade: “Sin el misterio, la vida sería irrespirable”. 

Aunque la cita sea un poco larga, no me resisto a transcribir estas palabras: “El asombro no tiene cabida en un mundo consumista y ególatra. La obviedad anestesia tanto el pensamiento como la sensibilidad ante el sufrimiento y las tragedias humanas. Sin asombro no hay espacio para el otro en toda su grandeza, ni hay disposición para admirar la inocencia, el candor de los niños, el fulgor de las estrellas, los aromas, el canto de los pájaros o la presencia de quien de verdad nos ama. Los espacios son no-lugares y las relaciones humanas son funcionales que salen de corazones secos y endurecidos. No hay diálogo, ni intercambio, ni encuentro. Se hace imposible la comunidad. La persona no gravita hacia el interior, hacia quien la habita por dentro y la sustenta. Por eso, se pierde el fervor religioso y la actitud contemplativa”.


Creo que aquí encontramos la clave para entender por qué podemos estar satisfechos y, sin embargo, no experimentar el regalo de la alegría profunda que este domingo nos anuncia. Las familias decoran las casas con adornos navideños, compran lo necesario para las fiestas que se aproximan, desean/temen los encuentros familiares, hacen planes de entretenimiento para el período vacacional… Y, sin embargo, a menudo viven todo esto más como una carga que como una liberación. Muchos desean que pasen cuanto antes estas fechas porque experimentan una brecha entre las invitaciones exteriores a la alegría y su tristeza interior. La proliferación de estímulos de todo tipo no deja espacio para el asombro. 

En realidad, pareciera que ya no hay nada de qué asombrarse porque todo suena a “ya visto”, como si cada año abriéramos las cajas de cartón en las que guardamos la decoración navideña de años anteriores y todo se redujere a montar de nuevo el circo, añadiendo algún detalle de última hora. ¿Y si resultara mejor simplificar el aparato externo y dedicar más tiempo a contemplar el corazón del Misterio? 

Para asombrarnos de nuevo, el cardenal Bocos sugiere tres caminos: humildad, infancia y belleza. Los tres tienen una fuerte impronta mariana. Por eso, no hay mejor forma de prepararnos para la venida del Señor que acercarnos a la Virgen del Adviento, a la muchacha que, henchida del Misterio de Dios, lo acogió con humildad y experimentó la alegría que solo Dios puede dar: “Alégrate, llena de gracia”. Solo hay verdadera alegría (chára) donde hay gracia (cháris).

sábado, 14 de diciembre de 2024

El ejercicio del amor


San Juan de la Cruz
es un santo conocido, aunque no popular. Acaban de aparecer dos nuevas obras sobre él en español. Coincidiendo con el día de su fiesta, he vuelto a releer -como hago casi todos los años- su Cántico espiritual. Esta vez me ha llamado la atención el último verso de la estrofa 28: “que ya solo en amar es mi ejercicio”. Para comprender su alcance, es necesario situarlo dentro de la estrofa completa, que fluye así: “Mi alma se ha empleado / y todo mi caudal en su servicio. / Ya no guardo ganado, / ni ya tengo otro oficio, / que ya solo en amar es mi ejercicio”. 

Si cuando somos jóvenes nos preguntan cuál es nuestro oficio, lo más probable es que respondamos aludiendo a nuestra profesión: “Soy abogado”, “soy panadero”, “soy profesor”, “soy mecánico”, “soy enfermera”, “soy modista”, “soy informático”, “soy jueza” … En mi caso, quizás hubiera respondido: “Soy misionero”. O, para hacerme entender mejor, tal vez hubiera dicho: “Soy cura”. Durante la mayor parte de nuestra vida damos mucha importancia a lo que hacemos. La gente nos identifica por nuestra profesión: “Paco, el panadero”, “Luisa, la dependienta”, “Martín, el cura”. Nuestro oficio constituye nuestro rostro social. Somos reconocidos por la manera como contribuimos a la sociedad a través de lo que hacemos.


Quizás esta reducción de nuestra identidad a nuestro trabajo sea una de las razones que explican por qué muchas personas experimentan un gran vacío cuando se jubilan. O por qué otras prolongan hasta límites extremos su vida laboral: “Si no hago nada, me muero”. Juan de la Cruz, en la cumbre de su experiencia mística, descubre que su único “oficio” en la vida es amar. Lo dice con palabras contundentes: “que ya solo en amar es mi ejercicio”. Es verdad que el trabajo puede ser -y a menudo lo es- una expresión concreta de amor hacia las personas, pero está muy amenazado por los virus del activismo, el prestigio, la rivalidad, la envidia, la avaricia, etc. 

Llega un momento en que, superada o aquietada la etapa laboral, concentramos nuestra energía en amar a las personas y en ellas a Dios. Esto no significa que no hagamos nada, que entremos en una especie de quietud contemplativa, sino que pasamos de hacer algo “por los demás” a relacionarnos “con los demás”. El paso del por al con es determinante. La relación personal, con sus infinitos armónicos, ocupa nuestra atención. Ya no se trata tanto de prestar servicios más o menos útiles o demandados, sino de darnos y de aceptar la donación que los otros hacen de sí mismos. Este “ejercicio” -como lo denomina Juan de la Cruz- es muy exigente. No siempre queremos adentrarnos en la espesura de las relaciones. Preferimos seguir haciendo cosas “por los demás”, pero a cierta distancia, porque nos cuesta entrar descalzos en el santuario de las personas.


Quizás nos sucede algo parecido en nuestra relación con Dios. Creemos en Él. En nuestros mejores momentos estamos dispuestos a “hacer cosas” por Él, incluyendo aquellas expresiones de amor que son como la “carta de identidad” del creyente y que se sintetizan en las obras de misericordia. A la luz de las palabras de Jesús, lo hemos visto a él cuando “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25,35-36). 

¿Existe alguna otra forma de “ejercer” el amor? La estrofa 26 del Cántico nos ofrece una respuesta: “En la interior bodega / de mi Amado bebí, y cuando salía / por toda aquesta vega, / ya cosa no sabía, / y el ganado perdí que antes seguía”. Beber en la interior bodega del Amado significa una experiencia de intimidad que trasciende las mismas expresiones del amor, hasta el punto de que perdemos el ganado que antes seguíamos. Es difícil dar cuenta cabal de lo que esta experiencia significa, pero creo que se asemeja a una profunda comunión con Dios en la que ya no cuenta lo que hacemos, por noble que sea, sino nuestra completa rendición a su voluntad, la experiencia genuina del amor.

jueves, 12 de diciembre de 2024

De Lisboa a Roma


Después de cuatro días en Portugal, regreso dentro de un par de horas a Madrid. Como tantas otras veces, escribo esta entrada en el aeropuerto de Lisboa, decorado discretamente con símbolos navideños. Hay gente, pero no se perciben agobios. De lunes a miércoles he dirigido un taller de formación permanente con 40 claretianos de Portugal y del sur de España en la casa que tenemos en Fátima. Un par de noches me he acercado al santuario para rezar el rosario en la “capelinha” que acoge la imagen de la Virgen. Rezar junto a unas decenas de peregrinos a las 9,30 de la noche cuando el termómetro ronda los 2 grados tiene algo de atrevido. Todos los presentes estábamos enfundados en abrigos, gorros y guantes. En las noches de diciembre no hay procesión de velas. La oración dura poco más de media hora. Es emocionante orar por las personas queridas, por la paz en el mundo, por la conversión de los pecadores y por el papa Francisco mientras en el cielo negrísimo se recorta la luna creciente. 

No sé qué tiene Fátima que siempre que visito este lugar me siento irremediablemente atraído por la Madre, como si ella fuera un imán que reúne a los hijos dispersos. En torno a ella uno puede ver a una anciana portuguesa con el rosario en la mano y a un mochilero greñudo con una vela encendida. Fátima es un lugar universal. No está reservado a una categoría de personas. Todos, incluso los no creyentes, se encuentran como en casa. ¡Es el efecto benéfico de estar en la casa de la Madre!


Hoy se celebra la fiesta de la Virgen de Guadalupe. Una vez -creo que fue en 2012- pude celebrarla en Ciudad de México. Comprobé de cerca lo que mis hermanos mexicanos me habían dicho. La ciudad se convierte en una prolongación del santuario del Tepeyac. Se celebran misas en las iglesias, oficinas, talleres, supermercados… Yo mismo presidí una Eucaristía en plena calle de un barrio popular al caer la tarde. Es difícil describir, y sobre todo comprender, lo que la Virgen de Guadalupe significa para el pueblo mexicano y, en general, para toda América. Abundan los estudios antropológicos, teológicos y pastorales porque para creyentes y no creyentes constituye un fenómeno único, atractivo, rompedor. 

Quizá su interpretación tiene mucho que ver con lo que María canta en el Magníficat: “Ha mirado la humildad de su sierva; desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”. Cuando uno se siente frágil, débil y necesitado, enseguida entra en la zona de influencia de esta mujer sencilla que, por haberse vaciado completamente de sí misma, ha dejado todo el espacio a Dios. Contemplando a la “llena de gracia”, vemos un reflejo inequívoco del Dios que es amor. Y como estamos hechos para Él, el atractivo es casi irresistible. La gracia adquiere el perfil de la seducción.


En los periódicos digitales de este jueves leo algunos ecos de la visita de los reyes Felipe y Letizia a Italia. Me gusta que se cuiden y celebren las relaciones entre los dos países. Yo he pasado 20 años de mi vida en el país transalpino y siento una gran admiración por él. Como sucede en todas las relaciones de amor, no tengo ningún inconveniente en señalar sus defectos y en quejarme de sus desajustes. Solo nos atrevemos a hacer estas críticas con las realidades que amamos. Hay muchos españoles que visitan Italia y muchos más italianos que visitan España y hasta se quedan a vivir entre nosotros. Los vínculos son evidentes, pero hace falta profundizarlos y celebrarlos para que los malentendidos no cobren demasiado protagonismo. 

En su discurso en Montecitorio, el rey Felipe VI dijo que nuestra relación no es solo de amistad, sino de hermandad. Nuestra común raíz latina y nuestra cultura cristiana han forjado una identidad similar, aunque con diferencias muy apreciables. Me gustaría quedarme con lo mejor de cada país y exorcizar los demonios familiares. De Italia rescato, sobre todo, la pasión por la belleza, la alegría de vivir, el sentido de la familia, la tendencia a no dramatizar los problemas (típica de un pueblo viejo) y, sobre todo, la capacidad de encontrar soluciones ingeniosas en momentos que parecen sin salida. Tenemos mucho que aprender. Los demonios los dejo para otro día. No es muy cortés mencionarlos en un día como hoy.



domingo, 8 de diciembre de 2024

Cuatro preguntas y una respuesta

 

Hoy es un día especial. En casi todos los países se celebra el II Domingo de Adviento. Sin embargo, en España, debido a la arraigada tradición, celebramos la solemnidad de la Inmaculada Concepción. El Dicasterio para el Culto Divino y la Doctrina de los Sacramentos, atendiendo a una solicitud de la Conferencia Episcopal Española, ha dispensado la observancia de las normas litúrgicas que imponen el traslado de esta solemnidad mariana al lunes 9 de diciembre. 

Por lo tanto, en España se celebra este domingo la solemnidad de la Inmaculada Concepción, si bien para no perder el sentido progresivo del Adviento, la segunda lectura de la Eucaristía, será la correspondiente del domingo II de Adviento.


La primera lectura de hoy es un fragmento del capítulo 3 del libro del Génesis. A Adán y Eva, personajes míticos que aluden al origen del género humano, Dios les formula unas cuantas preguntas después de que ambos desobedecieran sus mandatos.

A Adán le formula tres: ¿Dónde estás? ¿Quién te informó de que estabas desnudo? ¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer? Las tres van dirigidas también a cada uno de nosotros hoy porque son preguntas que tienen que ver con el misterio de nuestra identidad.

1. ¿Dónde estás? Cuando huimos de Dios, cuando escogemos nuestros propios caminos, ¿dónde estamos? ¿Cuál es nuestro lugar en el mundo? ¿No es verdad que a veces tenemos la impresión de vagar sin saber cuál es nuestra patria, qué hacemos aquí?

2. ¿Quién te informó de que estabas desnudo? El uso de nuestra libertad en contra del amor recibido nos coloca en una situación de desnudez y vergüenza. No sabemos qué hacer con una libertad desenganchada de Quien nos la donó como gracia. Queremos escondernos. No soportamos la mirada de Dios. 

3. ¿Es que has comido del árbol del que te prohibí comer? La pregunta tiene que ver con nuestro deseo de comer del árbol del bien y del mal, de ocupar el lugar de Dios, de fijar nosotros los límites y de convertirnos en seres autosuficientes.

Las respuestas de Adán (es decir, de cualquiera de nosotros) son meras justificaciones. Sentimos miedo de Dios, no nos atrevemos a mostrarnos como somos (tapamos nuestra desnudez), echamos la culpa a los demás de nuestras acciones (Adán responsabiliza a Eva), buscamos siempre chivos expiatorios.

La pregunta que Dios dirige a la mujer es solo una: 

4. ¿Qué has hecho? La respuesta es también evasiva: “La serpiente me sedujo y comí”. No difiere de las que nosotros solemos dar cuando Dios nos sigue preguntando qué hemos hecho, por qué nos hemos alejado de su amor. Solemos aducir un rosario de excusas: el ambiente actual empuja a abandonar la fe, vivimos expuestos a innumerables tentaciones, no podemos significarnos demasiado, etc.


De este guion que parece escrito inspirado en nuestra vida, saltamos a la hermosa página del Evangelio de Lucas que describe la vocación de María. En ella, una muchacha de Nazaret no juega con la gracia de Dios. Es verdad que experimenta desconcierto y formula preguntas, pero su respuesta es una rendición completa a la gracia que ha hecho de ella una criatura nueva, libre de la corrupción, inmaculada: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. 

Esto es lo que se espera también de cada uno de nosotros. El drama de nuestro tiempo es que pretendemos que las cosas sean según nuestra palabra, no según la palabra de Dios. Aspirando a ser señores y no hijos obedientes, hipotecamos nuestra verdadera dignidad.


Hoy se celebrará la primera misa en la catedral de Notre Dame de París después de la solemne reapertura del templo que tuvo lugar ayer por la tarde tras cinco años de restauración del edificio deteriorado por el fuego. Millones de ojos de todo el mundo mirarán a María, notre dame (nuestra señora), con la esperanza de que ella, que no ha sido destruida por el fuego del pecado, que ha sido preservada de toda contaminación, nos ayude a acoger la gracia que Dios nos regala y a responder a Dios con la misma entrega y presteza con que ella acogió su Palabra.

No es extraño que en el itinerario del pecado a la gracia, o de la indiferencia a la fe, María siga ejerciendo un función maternal. Ella es nuestra pedagoga. Por eso, la buscamos como el niño que busca a su madre en la oscuridad. 




sábado, 7 de diciembre de 2024

Como ovejas sin pastor


El evangelio de este sábado de la primera semana de Adviento contiene una frase de Jesús que se puede aplicar a nuestra situación: “Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor»” (Mt 9,36). Jesús conocía muy bien a la gente de su tiempo. Jesús conoce muy bien a la gente de nuestro tiempo. ¿Cómo nos ve? Nos ve “extenuados y abandonados”. Es decir, nos ve cansados, derrotados por el trajín diario, afanosos por sacar adelante nuestro trabajo, oprimidos por el exceso de información, acogotados por el control burocrático, saturados de estímulos que no podemos procesar, ansiosos por llegar a una meta que desconocemos. 

Pero lo más grave es que nos ve “como ovejas que no tienen pastor”; es decir, confundidos, desorientados, solos, sin nadie que nos acompañe, estimule, alimente y corrija. Como si estuviéramos condenados a buscarnos la vida en solitario. “Que cada palo aguante su vela”, solemos decir usando un lenguaje marinero. En esta lucha, los más espabilados triunfan; los demás se quedan rezagados por el camino.


¿Es verdad que andamos por la vida “como ovejas sin pastor”? No es justo generalizar. Muchas personas se sienten identificadas con el salmo 23: “El Señor es mi pastor, nada me falta”. Para ellas, Dios es la presencia que las acompaña siempre. No se sienten nunca abandonadas. Pero lo más normal es encontrarse con hombres y mujeres que están perdidos en el laberinto de esta sociedad compleja. Tan pronto buscan desesperadamente a alguien con quien hablar como se refugian en un mutismo asfixiante. Creo que es más frecuente en los jóvenes y en los adultos que no han superado los 40 años. 

No es cuestión de criticar. Esa no es la actitud de Jesús. Según el evangelio, él “se compadecía” de las personas extenuadas y abandonadas. No reaccionada desde la indignación o la indiferencia, sino desde la compasión. ¿Cómo expresaba Jesús su actitud compasiva? El evangelio es también claro: “enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia”. Enseñar, anunciar la buena noticia y curar las dolencias son las actividades principales de quien se siente llamado a prolongar la misión de Jesús.


Esta empresa es tan extensa y ardua que exige muchos operarios. Por eso, Jesús le pide al Padre que siga suscitando hombres y mujeres que puedan trabajar en ella. Hay que enseñar el camino de la verdad a quien se siente perdido. Hay que anunciar el evangelio del reino a quien vive oprimido por la culpa o el sinsentido. Hay que curar muchos desajustes, adicciones y enfermedades que hacen la vida insoportable. Y todo ello en comunidad y gratuidad. No están los tiempos para ir por la vida como francotiradores, aunque a veces dé la impresión de que las acciones en solitario son más rápidas y eficaces. Toda misión eclesial es siempre comunitaria. El “de dos en dos” tiene una fuerte carga simbólica, y más en estos tiempos de rampante individualismo. 

Por otra parte, la gratuidad es el lenguaje de la gracia. Necesitamos bienes materiales para vivir con dignidad, pero no podemos ir mercadeando con el tesoro de la gracia. El verdadero enviado siempre está dispuesto a ayudar sin esperar nada a cambio. A veces recibe su recompensa en dinero, pero no hay recompensa mayor que la satisfacción de haber formado parte del equipo de Jesús que sale a los caminos de la vida para que nadie camine en solitario, como oveja sin pastor.

Por cierto, hoy celebramos una de las cuatro memorias obligatorias del tiempo de Adviento: la de san Ambrosio, obispo y doctor de la Iglesia. Él fue un verdadero pastor que dio la vida por sus ovejas de Milán. sus escritos siguen iluminando el camino de hoy. 


viernes, 6 de diciembre de 2024

Casi medio siglo


La Constitución española cumple hoy 46 años. No es un texto perfecto, pero ha servido para regular la convivencia durante cerca de medio siglo. Es verdad que la España de hoy no se parece mucho a la de los años 70 del siglo pasado. En algún momento habrá que hacer cambios, pero sin perder el espíritu de consenso que dominó entonces, cuando no era fácil pasar de un régimen dictatorial (algunos prefieren llamarlo autoritario) a otro democrático. No sé cuántos españoles habrán leído este texto. Sospecho que no muchos. Yo lo hice cuando se aprobó, pero creo que no he vuelto a leerlo entero. La Constitución no es la biblia laica, sino un marco legal que permite integrar las diferencias en un proyecto común de convivencia.

Tras años de uniformismo, en España llevamos ya casi 50 años acentuando las diferencias. Desde las nacionalidades, regiones, provincias, comarcas y pueblos, casi todo el mundo tiene algo que reivindicar porque se siente distinto, especial y, en algunos casos, superior. Hasta cierto punto es normal. Los pueblos, como las personas, necesitamos también atravesar la adolescencia y subrayar que la identidad se logra separándonos de los demás. Espero que llegue un día en que maduremos y caigamos en la cuenta de que solo en la relación y la unión aprendemos a ser nosotros mismos. En las personas, como en los pueblos, la identidad se logra por vía de relación, no de exclusión. No veo todavía síntomas de que caminemos en esa dirección. En general, la mayoría de los políticos atizan el fuego de la separación. Consciente o inconscientemente, se apuntan al principio de “divide y vencerás”. Algunos son maestros en este perverso arte, con el alto coste social que implica.


Estamos en Adviento. La Palabra de Dios, sobre todo los fragmentos del libro de Isaías, nos presentan los sueños de Dios para el futuro del pueblo de Israel y de la humanidad. Ninguno va en la línea de la división, sino de la unión. Todos estamos invitados a caminar hacia el monte del Señor, a ser ciudadanos de una Jerusalén nueva, a sentarnos a la misma mesa en el banquete del nuevo reino, a integrar las polaridades y diferencias, a convertir las lanzas de guerra en podaderas. Me gusta mucho el mensaje de la carta a los Efesios: “Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad” (Ef 2,13-14). 

Por desgracia, la enemistad social está subiendo puntos. Va en contra de esa “amistad social” que el papa Francisco defiende en su encíclica Fratelli tutti. En este contexto de creciente discordia, necesitamos profetas laicos -honrados, creíbles, valientes- que denuncien nuestro cainismo y se atrevan a proponer formas de convivencia respetuosas y constructivas en nuestras sociedades abiertas. La heterogeneidad es cada vez mayor. De no encontrar valores compartidos y mantenidos, acabaremos haciendo inviable el concepto de España o de Unión Europea, por poner solo dos ejemplos próximos. No confío demasiado en el liderazgo de los políticos, porque están demasiado vendidos a intereses personales y corporativos. Pero sí creo en esos “profetas laicos” que pueden rearmar moralmente a la sociedad, como ha sucedido en otros tiempos.


No puede haber respeto por la Constitución -o por cualquier otra ley menor- si no hay una clara conciencia cívica, si no somos educados desde niños en el aprecio del bien común y no tanto en la búsqueda obsesiva del bienestar personal. Hay países que, sin ser perfectos, han logrado un alto grado de civilización. El mío, aun contando con una sociedad civil extraordinaria, tiene todavía muchos pasos que dar. 

Creo que uno de ellos es la sustitución de los partidos políticos por otras formas más democráticas de participación ciudadana en las que los políticos respondan a las necesidades de las personas que los apoyan y den cuenta cabal de sus actuaciones. Como este cambio no interesa nada a los partidos tradicionales, tardará mucho en producirse, pero no veo otra salida. De lo contrario, el clientelismo, el arribismo y la corrupción acabarán matando los verdaderos ideales democráticos. La Constitución será papel mojado. 

jueves, 5 de diciembre de 2024

Más que un museo


Emmanuel Macron tenía mucho interés en sacar rédito político de la reapertura de la catedral parisina de Notre Dame, pero el panorama se ha complicado mucho. El primer ministro Michel Barnier ha durado apenas tres meses en el cargo. No están yendo bien las cosas en el país vecino. En este clima de gran inestabilidad y frustración, pasado mañana se volverán a abrir las puertas de Notre Dame tras un complejo y carísimo proceso de restauración que ha durado más de cinco años. 

Recuerdo muy bien el incendio que tuvo lugar el 15 de abril de 2019. Yo me encontraba en Buenos Aires. Desde allí escribí una entrada en este blog titulada El poder de los símbolos. Terminaba con estas palabras: “Es posible que muchos piensen que se ha perdido un eslabón de la historia sin el cual no es posible reconstruir la cadena de nuestra identidad colectiva. Pero no hay mal que por bien no venga. Tal vez un incendio puede reencender la llama de una fe que parecía olvidada, pero que se mantenía viva bajo las cenizas de la indiferencia o el escepticismo”.


No sé lo que sucederá a partir de ahora, pero sé lo que ha sucedido en estos cinco últimos años. Desde el primer momento se sucedieron las donaciones, hasta el punto de que se ha conseguido más dinero del necesario para completar la restauración. Y desde el primer momento varios equipos de profesionales han acometido un proyecto modélico, poniendo lo mejor de su técnica y arte al servicio de un símbolo universal. Se podría decir que la catedral que ahora se reabre es más hermosa, limpia y segura que la que existía antes del incendio. 

No estoy seguro de que, tras la retirada de las cenizas, la restauración y la reapertura, se reencienda la llama de la fe en muchas personas, pero no es improbable que muchos se sientan conmovidos ante la belleza de un lugar que remite a Dios. Notre Dame ha sido escenario de innumerables conversiones a lo largo de la historia. ¿Por qué no puede seguir siéndolo en el siglo XXI? 

Lo que nadie puede poner en duda es que cuando los seres humanos nos empeñamos colectivamente en algo somos capaces de encontrar los recursos humanos y materiales para lograrlo. Los franceses, incluso muchos no creyentes, ven en Notre Dame un símbolo de su identidad nacional, de su historia compartida. Por eso, han logrado en un tiempo récord devolver a “su” catedral el esplendor perdido en el incendio. ¿Qué pasaría si aplicaran el mismo entusiasmo a otras causas igualmente nobles como la reconciliación política o la lucha contra la pobreza y la desigualdad? Cuando queremos, podemos.


Quienes concibieron la idea de una catedral en el Medievo y se aprestaron a realizarla no pensaban en una obra efímera, de usar y tirar. No tenían plazos cortos. Sabían perfectamente que no verían el final. Construían para Dios. Por lo tanto, la obra debería ser hermosa y durar siglos. De hecho, ha llegado hasta nosotros. La verdad, la bondad y la belleza son intemporales. Aunque eran hijos de su tiempo y se atuvieron al estilo imperante, sabían que la casa de Dios va más allá de las modas. Siendo una obra hecha en el tiempo, desafía los siglos. Necesitamos obras así (en el campo de la arquitectura, la música, la poesía, la pintura, etc.) para no sucumbir a la tiranía de lo volátil y efímero. 

Una catedral como Notre Dame nos recuerda de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos. Es una verdadera Biblia en piedra y vidrio. No me extraña que los franceses hayan puesto tanto interés en recuperarla. Quizás es una forma algo nostálgica e indirecta de reconocer que necesitan un mapa para no perderse en el laberinto actual. Pero lo mismo podríamos decir cualquiera de nosotros. Los pueblos que han sido capaces de construir catedrales para Dios al servicio del pueblo están menos expuestos a las idolatrías del presente. Pero para ello hay que saber que una catedral es mucho más que un hermoso museo.



miércoles, 4 de diciembre de 2024

Emprender el vuelo


En medio del trajín de cada día aprovecho algunos momentos libres para ver vídeos de Il Volo, un trío de jóvenes italianos (Piero Barone, Ignazio Boschetto y Gianluca Ginoble) que llevan quince años cantando juntos. Sus voces privilegiadas (dos tenores y un barítono) les permiten interpretar todo tipo de música, desde el género lírico al crossover, el indie pop, las baladas, etc. Lo mismo interpretan un aria de Verdi que un tema de Elvis Presley, Frank Sinatra, Queen… o una canción típica italiana, como 'O sole mio o Volare. Pocos cantantes actuales se atreven con un repertorio tan extenso y variado. 

Comenzaron siendo adolescentes. Ahora frisan los 30 años. Pueden cantar en italiano, inglés, español, francés, portugués o catalán. Tienen fans en muchos países porque prodigan mucho las actuaciones en directo. Como buenos italianos, derrochan simpatía y sentido del humor. Llevan el nombre de Italia por todo el mundo. Aunque cantan canciones de otros, tienen también sus propias composiciones. Además de cantar, tocan varios instrumentos. 

No han tenido tiempo para realizar estudios superiores. Se podría decir que su universidad ha sido la música: estudio personal, ensayos colectivos y conciertos por todo el mundo. Han actuado ante presidentes y reyes. Los ha escuchado en directo el papa Francisco en el aula Pablo VI del Vaticano. Pero también han participado en muchos eventos populares ante un público variopinto. No hay recinto importante (desde la Arena de Verona hasta las termas de Caracalla pasando por el Chicago Theatre o Dubai Opera) que no hayan visitado.


Los conocía desde mis años en Italia (eran asiduos en programas de televisión y en el festival de San Remo), pero ahora los he redescubierto. Me parece que ponen calidad vocal y complicidad afectiva con el público en tiempos de música ruidosa y enlatada. No me extraña que, junto a una admiración generalizada, sean también objeto de envidia y de burla (abundan los memes) por parte de aquellos que no les llegan ni a la suela de los zapatos. No sé por qué a muchas personas la excelencia les produce urticaria. Es como si quisiéramos igualarnos por el rasero más bajo posible, como si todos nos sintiéramos más a gusto siendo súbditos del reino de la mediocridad. 

Con su música popular, Il Volo nos anima a levantarnos de nuestra vida un poco rastrera y emprender el vuelo hacia cotas más altas. Il Volo nos reconcilia con lo mejor de nuestra tradición musical, con el poder de la poesía, con la satisfacción de la obra bien hecha, con la armonía que vence la cacofonía en la que vivimos. Merece la pena escucharlos.





martes, 3 de diciembre de 2024

¿Centrados o distraídos?


Desde niño me ha atraído la figura de san Francisco Javier. Su historia singular es una síntesis de fe, espíritu aventurero, pasión evangelizadora y mucha valentía. Creo que es el prototipo de navarro curtido por la vida. Hace años estuve muy cerca de Goa (India), donde descansan sus restos, pero no pude acercarme hasta su tumba. No sé si se presentará otra ocasión. Lo que sí he visitado algunas veces es el castillo de Javier donde nació este misionero jesuita el 7 de abril de 1506. Vivió solo 46 años. Su apasionante historia es bien conocida. Ha sido inmortalizada por la literatura y el cine. 

Lo que hoy me interesa es subrayar un aspecto de su vida que nos ayuda a los cristianos de hoy. Francisco, tras su conversión en la Sorbona de París, vivió una existencia “centrada” en Dios. Tomó en serio las palabras de Jesús: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar el mundo si pierde su vida?”. Vivió a la letra el principio y fundamento de los Ejercicios Espirituales de su compañero Ignacio de Loyola: “El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima…” (n. 23). Cuando nosotros, enredados en mil preocupaciones, leemos estas palabras, experimentamos una sacudida. No hemos nacido para ser ricos y famosos. O para sufrir miserias. Hemos venido a la existencia “para alabar, hacer reverencia y servir a Dios”.


La formulación de Ignacio suena tan contundente y obvia que nos cuesta imaginar que pueda ser de otra manera. ¿Por qué, si hemos nacido para alabar y servir a Dios, nos perdemos con tanta facilidad? ¿Por qué otros objetivos secundarios polarizan nuestra vida? ¿Por qué nos extrañamos de que no acabemos de ser felices cuando nos empeñamos en tomar otros caminos? La diferencia entre Francisco Javier y la mayoría de nosotros es que él “centró” su vida en ese fin. Todas sus energías físicas, intelectuales y afectivas las puso al servicio de ese ideal. 

Nosotros solemos estar muy dispersos. Creemos en Dios, pero no tenemos inconveniente en encender alguna que otra vela a los ídolos que roban nuestro corazón. Quizá esta duplicidad es la que puede explicar nuestro descontento interior, esa especie de desazón que nos acompaña en la vida y que nunca sabemos de dónde procede. Lo contrario a estar centrado es estar disperso o distraído. Creo que la distracción es una enfermedad de nuestro tiempo. Nos cuesta estar a lo que estamos, ser lo que estamos llamados a ser.


De Francisco Javier se sigue hablando casi cinco siglos después de su muerte. De muchos de los “ídolos” actuales no quedará memoria dentro de unos años. Esa es la diferencia entre los que han buscado reflejar la luz de Dios y quienes buscan deslumbrar con luz propia. Francisco Javier no buscó su prestigio personal. No le importó abandonar Europa (centro de la cristiandad) y aventurarse por tierras del Extremo Oriente. Muchas de las comunidades cristianas que existen hasta hoy son fruto de su pasión evangelizadora. 
Perdiéndose a sí mismo, logró que muchos se encontraran con Cristo y enriquecieran su vida con el don de la fe. 

No estoy seguro de que hoy vivamos esta misma pasión. Las múltiples “distracciones” de la vida moderna nos impiden estar “centrados”, saber cuál es el propósito de nuestra vida y poner todas nuestras energías a su servicio. Por eso, para no perder el rumbo, necesitamos recordar las vidas de los santos. Ellos son como faros que iluminan el camino.

lunes, 2 de diciembre de 2024

Merece la pena pensarlo


A veces dudo de si vivo en el mismo mundo que algunas personas -especialmente políticos- que hacen afirmaciones que me parecen contradecir abiertamente la realidad. O también puede suceder que mi visión esté distorsionada por prejuicios, falta de información objetiva, sentimientos de animadversión, etc. No hay que dar nada por descontado. Lo admito. 

Ayer hice un gran esfuerzo por oír el discurso con el que el secretario general del PSOE clausuró en Sevilla el 41 congreso de su partido. Ya sé que, en actos como ese, todos los políticos se vienen arriba y utilizan un género de autoexaltación que provoca el delirio de sus fans, pero confieso que lo que oí ayer me produjo vergüenza ajena. Tuve que restregarme los ojos para convencerme de que no estaba viendo una película de ciencia ficción, sino que estaba siguiendo en directo, a través de YouTube, un acto político. 

Me temía algo semejante, pero me sorprendió el tono mitinero y la falta de un pensamiento coherente y atado a la realidad. Con todo, lo que me preocupa mucho más todavía es que haya miles, millones de personas que estén dispuestas a seguir apoyando con su voto esta forma errática y oportunista de hacer política. Definitivamente, vivo en otro mundo. Tengo que hacérmelo mirar.


Mientras, el Adviento ha echado a andar. Si no fuera por la contundencia de la Palabra de Dios, que no cambia de año en año, sería imposible mantener el pulso de la esperanza. Son tantos los indicadores que nos empujan a una visión catastrofista de la realidad que, sin la luz y la fuerza de la Palabra, nos dejaríamos caer pendiente abajo. O rellenaríamos el vacío de la desesperación a base de analgésicos o de simples placebos. La sociedad del entretenimiento nos ofrece -es decir, nos vende- un muestrario casi infinito. Es difícil no sucumbir a sus encantos. 

Si todavía conservamos un poco de lucidez, nos damos cuenta de que esos analgésicos o placebos no nos curan del sinsentido, pero por lo menos lo hacen más tolerable. A muchas personas les parece suficiente. Nos hemos ido acostumbrado a moderar nuestros deseos a la medida de la publicidad. Esperar contra toda esperanza nos parece una empresa quijotesca, reservada solo a algunos fanáticos del deporte, de la política… o de la religión.


¿Qué necesitamos para convencernos de que hemos sido creados por y para Dios y de que, por tanto, nuestro corazón siempre estará insatisfecho hasta que descanse en Él? El hecho de que lo pongamos en duda o lo neguemos no cambia la realidad de las cosas. La hace más dolorosa. Retrasa nuestra manera esperanzada de situarnos en la vida. 

¿Qué es lo que necesitamos para dejarnos alcanzar por la gracia de Dios? No es necesario que seamos muy inteligentes o muy buenos. Ni siquiera que seamos unos buscadores inquietos. Basta con que seamos humildes, con que permitamos que Dios se cuele por las rendijas de nuestra fragilidad, con que no vayamos por la vida de “matones” que se las saben todas o de escépticos crónicos que se instalan en su agnosticismo como una zona cómoda, equidistante del compromiso de fe y de la desesperación total. 

El Adviento es el tiempo litúrgico que nos conecta con la objetividad de la revelación y de la fe. Lo que de verdad cuenta no es mi estado emocional o mi lucidez intelectual, sino la acogida de una promesa. No hay en la vida opción más seria y razonable que abrirnos humildemente a las promesas de Dios. Todo lo nuestro es efímero y ambiguo, pero “sus palabras no pasarán”. Merece la pena pensarlo dos veces. 

domingo, 1 de diciembre de 2024

Mirar de pie al Señor que viene


Si sumamos las cifras del nuevo año litúrgico 2025 (2+0+2+5) el resultado es 9; o sea, un número divisible por 3 (3 x 3 = 9). Eso significa que hemos empezado el ciclo C y que nuestro compañero de ruta, sobre todo en el largo Tiempo Ordinario, será el evangelio de Lucas, aunque en algunos momentos nos dejaremos guiar por Juan. 

El primer domingo de Adviento nos ofrece un evangelio dibujado con trazos apocalípticos. Aunque hemos visto algunas películas de este género, los cristianos de hoy, a diferencia de los del siglo I, no estamos muy acostumbrados a interpretar esta simbología cósmica. Por eso, podemos sentirnos desconcertados. Al principio de la creación la palabra de Dios puso orden en el caos inicial. Lo mismo sucederá al final. El caos último será vencido por el Hijo del hombre que vendrá “en una nube, con gran poder y gloria”. Lo que se nos pide es una triple actitud: levantarnos, tener cuidado y estar despiertos. 

Lo primero es permanecer en pie con nuestros ojos fijos en Él. Nosotros no podemos ordenar el caos cósmico y social solo a base de ciencia y técnica. Necesitamos confiar en el Único que tiene “el poder y la gloria”. Así tituló el británico Graham Green su famosa novela. Cuando creemos en la fuerza del Resucitado, dejamos de tener miedo. El final de la historia le pertenece a Él. No hay catástrofe que sea más poderosa que su Palabra.


La segunda invitación de Jesús es a tener cuidado, a estar atentos, a no dejar que se emboten nuestros corazones “con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida”. Vivimos en la sociedad del entretenimiento. No estamos acostumbrados a pensar en el final, ni en nuestro final ni en el final del mundo. Por eso, debemos rellenar el tiempo a base de distracciones. “Yo en la muerte no pienso”, afirman muchas personas. No es que tengamos que estar obsesionados con este hecho ineludible, pero sin tenerlo presente es imposible dar densidad a la vida. 

Con mucha frecuencia me acompaña una octava real que el poeta Luis Blanco Vela transformó así:

Porque sé que nací para salvarme
y tengo que morir –es infalible–,
porque dejar de verte y condenarme
solo con otro dios será posible,
por eso río, duermo, quiero holgarme,
Señor, y tengo amor a lo visible.
Y solo me pregunto en qué me encanto
cuando huyo de la vida por ser santo.


Finalmente, Jesús nos invita a abrir los ojos y orar: “Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder y manteneros en pie ante el Hijo del hombre”. Los itinerarios espirituales suelen comenzar con una invitación a despertar porque a menudo vivimos dormidos, como zombis que van de un sitio para otro haciendo cosas, pero sin un propósito definido. De este modo, no podemos reconocer los signos de la presencia de Jesús en medio de nosotros. 

Un discípulo sabe que ya es hora de despertarnos del sueño porque el día final está más cerca. Pero no solo eso. Jesús nos pide que oremos para que podamos escapar del mal que nos envuelve, del caos que amenaza nuestra fe y nuestra esperanza. Empezar el Adviento de este modo nos ayuda a no sucumbir a la Navidad bobalicona que la sociedad del entretenimiento nos vende envuelta en papel celofán. El porvenir no es solo futurum (lo que nosotros podemos programar y ejecutar), sino, sobre todo, adventus (lo que llega como regalo inmerecido). Dios es siempre Adviento.