En estos días prenavideños, cargados de felicitaciones, visitas y ausencias, hace bien perderse para encontrarse. Yo lo hice ayer por la tarde. Salí de mi casa a eso de las cinco. Atravesé a pie la remodelada plaza de España por la parte inferior, me crucé con un buen número de paseantes, recorrí de norte a sur la plaza de Oriente, emboqué la calle Mayor y, en pleno centro de Madrid, a espaldas de la plaza de la Villa, entré en uno de los pocos conventos del siglo XVII que no fueron demolidos por la piqueta.
En la recoleta plaza del Conde de Miranda, saliendo de la calle del Codo, está el convento del Corpus Christi de las monjas Jerónimas, conocido como Las Carboneras. Este curioso nombre no alude al hecho de que las monjas se hayan dedicado en alguna etapa de su larga historia a fabricar o vender carbón. El origen es más pintoresco. Según se cuenta, la vida del convento cambió cuando unos niños encontraron en unas carboneras un cuadro de la Virgen, que fue trasladado al cercano convento y expuesto para su veneración. Las Carboneras son también conocidas en Madrid por sus afamados dulces.
La capilla está siempre abierta al público. El Santísimo Sacramento permanece expuesto. En el coro hay al menos una monja orando. Cuando yo entré había también media docena de personas haciendo oración y -como no podía ser de otro modo- un grupo de turistas cuchicheando mientras observaban por una de las verjas el pequeño belén que las monjas han montado. Estoy convencido de que para ellos no contaba mucho que el Santísimo estuviera expuesto y que hubiera un grupo de personas orando. Los turistas quieren moverse, ver y hacer fotos. Lo demás es secundario. No siempre distinguen entre una iglesia, un museo o una sala de exposiciones.
Cuando se hizo silencio completo, me quedé un buen rato contemplando la custodia que se mostraba en la parte inferior del retablo. Me daba la impresión de que el reloj se había detenido. El silencio no era completo porque en la plaza contigua había un generador que alimentaba un potente proyector, pero el ruido era más un murmullo constante que un ruido molesto.
Es difícil explicar lo que se siente ante la presencia de Cristo sacramentado. El magnetismo es claro. No me extraña que muchos jóvenes hayan redescubierto en los últimos años una forma de relación con Jesús que la gente de mi generación había arrinconado por reacción a los “excesos” de décadas anteriores y quizá también por una teología demasiado esquelética.
Los grandes orantes eucarísticos nos enseñan que en este tipo de oración lo importante es callar y dejarse mirar. No es necesario caer en un sentimentalismo huero. Basta creer que Jesús ha vinculado su presencia a la mediación sacramental. La adoración prolonga la celebración.
Allí, en la pequeña capilla de las Carboneras, mientras en la vecina plaza Mayor la gente se agolpaba en torno a las casetas navideñas, acontecía una experiencia de encuentro. Yo trataba de poner en orden mis pensamientos y emociones, repasaba los nombres de las personas a las que quiero, me detenía en algunas situaciones problemáticas… Por momentos suspendía toda imagen. Dirigía mis ojos a la custodia iluminada.
Sin poder explicar su entraña, era consciente de que estaba viviendo un encuentro trasformador. Deposité en Jesús mis cuitas y mis fardos. Recordé sus palabras: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”. Experimenté una paz serena y una alegría suave.
Cuando salí a la calle era ya de noche. Estaban encendidas las luces navideñas. Mientras rehacía el camino de vuelta a casa, pensaba que la alegría de la Navidad se parece más a la serenidad experimentada en la capilla de las Carboneras que al jolgorio que a menudo se vive en estos días. Quizás ambas son expresiones son necesarias, pero, a estas alturas de mi vida, yo me quedo con la primera.
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