San Juan de la Cruz es un santo conocido, aunque no popular. Acaban de aparecer dos nuevas obras sobre él en español. Coincidiendo con el día de su fiesta, he vuelto a releer -como hago casi todos los años- su Cántico espiritual. Esta vez me ha llamado la atención el último verso de la estrofa 28: “que ya solo en amar es mi ejercicio”. Para comprender su alcance, es necesario situarlo dentro de la estrofa completa, que fluye así: “Mi alma se ha empleado / y todo mi caudal en su servicio. / Ya no guardo ganado, / ni ya tengo otro oficio, / que ya solo en amar es mi ejercicio”.
Si cuando somos jóvenes nos preguntan cuál es nuestro oficio, lo más probable es que respondamos aludiendo a nuestra profesión: “Soy abogado”, “soy panadero”, “soy profesor”, “soy mecánico”, “soy enfermera”, “soy modista”, “soy informático”, “soy jueza” … En mi caso, quizás hubiera respondido: “Soy misionero”. O, para hacerme entender mejor, tal vez hubiera dicho: “Soy cura”. Durante la mayor parte de nuestra vida damos mucha importancia a lo que hacemos. La gente nos identifica por nuestra profesión: “Paco, el panadero”, “Luisa, la dependienta”, “Martín, el cura”. Nuestro oficio constituye nuestro rostro social. Somos reconocidos por la manera como contribuimos a la sociedad a través de lo que hacemos.
Quizás esta reducción de nuestra identidad a nuestro trabajo sea una de las razones que explican por qué muchas personas experimentan un gran vacío cuando se jubilan. O por qué otras prolongan hasta límites extremos su vida laboral: “Si no hago nada, me muero”. Juan de la Cruz, en la cumbre de su experiencia mística, descubre que su único “oficio” en la vida es amar. Lo dice con palabras contundentes: “que ya solo en amar es mi ejercicio”. Es verdad que el trabajo puede ser -y a menudo lo es- una expresión concreta de amor hacia las personas, pero está muy amenazado por los virus del activismo, el prestigio, la rivalidad, la envidia, la avaricia, etc.
Llega un momento en que, superada o aquietada la etapa laboral, concentramos nuestra energía en amar a las personas y en ellas a Dios. Esto no significa que no hagamos nada, que entremos en una especie de quietud contemplativa, sino que pasamos de hacer algo “por los demás” a relacionarnos “con los demás”. El paso del por al con es determinante. La relación personal, con sus infinitos armónicos, ocupa nuestra atención. Ya no se trata tanto de prestar servicios más o menos útiles o demandados, sino de darnos y de aceptar la donación que los otros hacen de sí mismos. Este “ejercicio” -como lo denomina Juan de la Cruz- es muy exigente. No siempre queremos adentrarnos en la espesura de las relaciones. Preferimos seguir haciendo cosas “por los demás”, pero a cierta distancia, porque nos cuesta entrar descalzos en el santuario de las personas.
Quizás nos sucede algo parecido en nuestra relación con Dios. Creemos en Él. En nuestros mejores momentos estamos dispuestos a “hacer cosas” por Él, incluyendo aquellas expresiones de amor que son como la “carta de identidad” del creyente y que se sintetizan en las obras de misericordia. A la luz de las palabras de Jesús, lo hemos visto a él cuando “tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme” (Mt 25,35-36).
¿Existe alguna otra forma de “ejercer” el amor? La estrofa 26 del Cántico nos ofrece una respuesta: “En la interior bodega / de mi Amado bebí, y cuando salía / por toda aquesta vega, / ya cosa no sabía, / y el ganado perdí que antes seguía”. Beber en la interior bodega del Amado significa una experiencia de intimidad que trasciende las mismas expresiones del amor, hasta el punto de que perdemos el ganado que antes seguíamos. Es difícil dar cuenta cabal de lo que esta experiencia significa, pero creo que se asemeja a una profunda comunión con Dios en la que ya no cuenta lo que hacemos, por noble que sea, sino nuestra completa rendición a su voluntad, la experiencia genuina del amor.
Gracias Gonzalo por acercarnos a San Juan de la Cruz. Me lleva a reconocer que a medida de que vamos entrando en años, si vamos reflexionando, damos este paso que mencionas: “de hacer algo por los demás a relacionarnos con los demás”… Una etapa que nos lleva a lo que nos invitas: “… darnos y aceptar la donación que los otros hacen de sí mismos…” y que sin ser muy conscientes, entramos de pleno, en la etapa que destacas: “que ya solo en amar es mi ejercicio”.
ResponderEliminar