La Constitución española cumple hoy 46 años. No es un texto perfecto, pero ha servido para regular la convivencia durante cerca de medio siglo. Es verdad que la España de hoy no se parece mucho a la de los años 70 del siglo pasado. En algún momento habrá que hacer cambios, pero sin perder el espíritu de consenso que dominó entonces, cuando no era fácil pasar de un régimen dictatorial (algunos prefieren llamarlo autoritario) a otro democrático. No sé cuántos españoles habrán leído este texto. Sospecho que no muchos. Yo lo hice cuando se aprobó, pero creo que no he vuelto a leerlo entero. La Constitución no es la biblia laica, sino un marco legal que permite integrar las diferencias en un proyecto común de convivencia.
Tras años de uniformismo, en España llevamos ya casi 50 años acentuando las diferencias. Desde las nacionalidades, regiones, provincias, comarcas y pueblos, casi todo el mundo tiene algo que reivindicar porque se siente distinto, especial y, en algunos casos, superior. Hasta cierto punto es normal. Los pueblos, como las personas, necesitamos también atravesar la adolescencia y subrayar que la identidad se logra separándonos de los demás. Espero que llegue un día en que maduremos y caigamos en la cuenta de que solo en la relación y la unión aprendemos a ser nosotros mismos. En las personas, como en los pueblos, la identidad se logra por vía de relación, no de exclusión. No veo todavía síntomas de que caminemos en esa dirección. En general, la mayoría de los políticos atizan el fuego de la separación. Consciente o inconscientemente, se apuntan al principio de “divide y vencerás”. Algunos son maestros en este perverso arte, con el alto coste social que implica.
Estamos en Adviento. La Palabra de Dios, sobre todo los fragmentos del libro de Isaías, nos presentan los sueños de Dios para el futuro del pueblo de Israel y de la humanidad. Ninguno va en la línea de la división, sino de la unión. Todos estamos invitados a caminar hacia el monte del Señor, a ser ciudadanos de una Jerusalén nueva, a sentarnos a la misma mesa en el banquete del nuevo reino, a integrar las polaridades y diferencias, a convertir las lanzas de guerra en podaderas. Me gusta mucho el mensaje de la carta a los Efesios: “Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad” (Ef 2,13-14).
Por desgracia, la enemistad social está subiendo puntos. Va en contra de esa “amistad social” que el papa Francisco defiende en su encíclica Fratelli tutti. En este contexto de creciente discordia, necesitamos profetas laicos -honrados, creíbles, valientes- que denuncien nuestro cainismo y se atrevan a proponer formas de convivencia respetuosas y constructivas en nuestras sociedades abiertas. La heterogeneidad es cada vez mayor. De no encontrar valores compartidos y mantenidos, acabaremos haciendo inviable el concepto de España o de Unión Europea, por poner solo dos ejemplos próximos. No confío demasiado en el liderazgo de los políticos, porque están demasiado vendidos a intereses personales y corporativos. Pero sí creo en esos “profetas laicos” que pueden rearmar moralmente a la sociedad, como ha sucedido en otros tiempos.
No puede haber respeto por la Constitución -o por cualquier otra ley menor- si no hay una clara conciencia cívica, si no somos educados desde niños en el aprecio del bien común y no tanto en la búsqueda obsesiva del bienestar personal. Hay países que, sin ser perfectos, han logrado un alto grado de civilización. El mío, aun contando con una sociedad civil extraordinaria, tiene todavía muchos pasos que dar.
Creo que uno de ellos es la sustitución de los partidos políticos por otras formas más democráticas de participación ciudadana en las que los políticos respondan a las necesidades de las personas que los apoyan y den cuenta cabal de sus actuaciones. Como este cambio no interesa nada a los partidos tradicionales, tardará mucho en producirse, pero no veo otra salida. De lo contrario, el clientelismo, el arribismo y la corrupción acabarán matando los verdaderos ideales democráticos. La Constitución será papel mojado.
No puede haber respeto por la Constitución -o por cualquier otra ley menor- si no hay una clara conciencia cívica, si no somos educados desde niños en el aprecio del bien común y no tanto en la búsqueda obsesiva del bienestar personal.
ResponderEliminarPero sí creo en esos “profetas laicos” que pueden rearmar moralmente a la sociedad, como ha sucedido en otros tiempos.
Hoy me limito a subrayar estas líneas que has escrito Gonzalo, porque estoy totalmente de acuerdo contigo… Hace tiempo que veo un grave problema en la educación desde niños, parece que prevalga, en muchos momentos, la ley del más fuerte.
Gracias Gonzalo por aclarar conceptos.