Leo que la edad ideal para ser madre se sitúa entre los 20 y los 30 años. Me temo que ninguna de las dos protagonistas del evangelio de este IV Domingo de Adviento – o sea, Isabel y María – se situaba en esa franja de edad. De Isabel y de su marido Zacarías se dice que “los dos eran ya de edad avanzada” (Lc 1,7). El mismo Zacarías lo reconoce cuando le responde al ángel: “¿Cómo sabré que va a suceder así? Porque yo soy viejo y mi mujer avanzada en años” (Lc 1,18). Aunque es verdad que el concepto de anciano no coincidía entonces con el que tenemos hoy, es probable que Isabel superara los 30 años.
De María se dice que era “una joven prometida a un hombre llamado José” (Lc 1,27). Teniendo en cuenta las costumbres de la época, es muy probable que María tuviera en torno a 14 o 15 años (es decir, que no llegaba a 20). Pues bien, ambas mujeres conciben y dan a luz fuera de la “edad ideal”. Una (Isabel) por demasiado vieja y otra (María) por demasiado joven. Ambas se juntan en un lugar de la montaña de Judea (según la tradición, Ain Karim) para celebrar que “para Dios nada hay imposible” (Lc 1,37). Al quedar encinta a pesar de su esterilidad y ancianidad, Isabel reconoce que “el Señor ha borrado mi vergüenza ante los hombres” (Lc 1,25). María, por su parte, al conocer que esperaba un hijo sin concurso de varón, muestra su completa rendición a la voluntad de Dios: “Aquí está la esclava del Señor, que me suceda según dices” (Lc 1,38).
Ambos embarazos “inesperados” son fruto de la gracia de Dios. ¿No es esto suficiente para cantar y bailar? Por eso, el encuentro entre Isabel y María es, ante todo, una peregrinación de fe y una celebración de acción de gracias marcada por la alegría, de la que participa el bebé que Isabel lleva en su seno: “En cuanto oí tu saludo, el niño empezó a dar saltos de alegría en mi seno” (Lc 1,44). La presencia de María, la “llena de gracia (cháris)” (Lc 1,28) es siempre causa de alegría (chára). Es hermosa la fiesta que estas dos lideresas (la que cierra el Antiguo Testamento y la que abre el Nuevo) organizan en la montaña de Judea. En este momento no aparecen ni Zacarías ni José. Parece que es un asunto de mujeres, de madres en camino, de parteras de un mundo nuevo.
Los saltos de alegría del pequeño Juan en el seno de su madre expresan simbólicamente el reconocimiento de Jesús, la verdadera alegría de los seres humanos, como cantó hermosamente Bach en su célebre coral Jesus bleibet meine Freude. En este contexto de encuentro, fe y celebración, Isabel lanza una bienaventuranza que, leída en el plan teológico del evangelio de Lucas, permite entender la verdadera grandeza de María: “¡Dichosa tú que has creído! Porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). María es grande porque ha creído cuando nada invitaba a creer, cuando todo parecía absurdo y desproporcionado.
Faltan tres días para la celebración litúrgica de la natividad del Señor. Muchos españoles están hoy pendientes del sorteo de la Lotería Nacional. En el momento de escribir esta entrada, todavía no ha aparecido el premio Gordo. Quienes han comprado algún décimo sueñan con que ese premio pueda aliviar sus necesidades materiales y, en definitiva, alegrarles la vida.
El mensaje de este IV Domingo de Adviento va en otra dirección. Cuando no encontramos en nosotros ningún motivo para seguir esperando, cuando parece que en la vida se nos cierran todas las puertas, cuando lo hemos intentado todo y no encontramos resultados, el Señor puede irrumpir en nuestra vida y transformar la esterilidad en fecundidad, la noche en luz y la tristeza en alegría. Su gracia no es un premio a nuestras obras buenas, sino una manifestación de su amor gratuito.
Lo que a nosotros se nos pide es creer, confiar en que “para Dios nada hay imposible”. Si algo padecemos hoy es un déficit de confianza. Nos hemos vueltos desconfiados de los demás y hace tiempo que nos cuesta fiarnos de Dios. Por eso, la Navidad nos dice cada vez menos, nos resulta cada vez más artificial y vacía. Mirando a estas dos mujeres (una anciana y otra joven) aprendemos que Dios hace su obra de transformación cuando nosotros le dejamos hacer, cuando en el muro compacto de nuestro escepticismo abrimos una mínima brecha de confianza. María es la joven madre que también hoy nos enseña a creer a quienes no acabamos de hacerlo.
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