domingo, 28 de abril de 2019

Creyentes de tercera generación

El apóstol Tomás tiene una fama que no se merece. Ha pasado a la historia como símbolo del incrédulo cuando, en realidad, ha vivido un hermoso itinerario de fe. Es un creyente moderno avant la lettre. El autor del cuarto evangelio lo escoge como modelo de creyente perplejo para mostrarnos la dirección correcta a quienes hemos hecho de la perplejidad nuestro estilo de vida. Cuando se escribe el evangelio a finales del siglo I, la tercera generación de cristianos –y, con ella, todos nosotros, que no hemos “visto” a Jesús con nuestros ojos– se pregunta dónde encontrar al Resucitado. La respuesta es sutil, quizás incomprensible para un lector contemporáneo, pero clara para los cristianos del siglo primero: al Resucitado se lo encuentra “cada ocho días” en la reunión de la comunidad de los discípulos. Él se hace presente en la Eucaristía que la comunidad celebra cada domingo; es decir, en el día del Señor. Esta respuesta resulta desconcertante para aquellos que repiten como un mantra el famoso estribillo: “Lo que importa es ser buenos; ir a misa no tiene importancia”. El autor del cuarto evangelio no hubiera entendido esta mentalidad moderna, a pesar de ser el evangelista que más insiste en que el amor es la verdadera esencia del mensaje de Jesús. Tomás no acaba de descubrir al Resucitado porque estaba ausente de la comunidad. Solo cuando regresa prorrumpe en una verdadera confesión: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20,28). Jesús le recuerda que el único modo de encontrarse con él es creer en él. Es verdad que lo invita también a tocar las heridas de su mano y de su costado, pero el texto de Juan no dice que Tomás lo hiciera.

Tomás somos todos los discípulos de Jesús que tenemos dificultades para creer en él. En realidad, tanto al comienzo como ahora, el creyente es siempre una persona llena de dudas. En el evangelio de Marcos se dice que Jesús “les reprendió por su incredulidad y obstinación al no haber creído a los que lo habían visto resucitado” (Mc 16,14). En el evangelio de Lucas, el Resucitado se dirige a los discípulos, espantados y llenos de miedo y les pregunta: “¿Por qué os asustáis tanto? ¿Por qué tantas dudas?”. Al final del evangelio de Mateo, cuando Jesús se apareció a sus discípulos sobre un monte de la Galilea (por tanto mucho tiempo después de las apariciones de Jerusalén), algunos dudaron (cf. Mt 28,17). En cada uno de nosotros conviven un creyente y un ateo. Hace un par de días leí un interesante artículo titulado ¿En qué creen los ateos? Pone de relieve que cuando algunos seres humanos deciden no creer en Dios por alguna razón no siempre descifrable, suelen desplazar el objeto de su “fe” a otras realidades a las cuales se “religan” (religión) de manera confesante: la ciencia, la política, el arte, etc. Hoy estamos asistiendo a este fenómeno como quizás nunca antes en la historia de la humanidad. Es un desafío para los que nos debatimos entre la fe y la duda, para los que somos creyentes de “tercera generación”.

La respuesta del evangelio de este II Domingo de Pascua me resulta consoladora y, a la vez, provocativa: al Resucitado se lo encuentra en su comunidad. Si caminamos en solitario, si presumimos de ser unos francotiradores de la fe, es probable que nunca reconozcamos al Resucitado, que nos hundamos en el mar de nuestras especulaciones y anhelos. Es verdad que las comunidades son imperfectas (basta mirar a la propia familia, parroquia o comunidad religiosa), pero han sido dotadas del signo que las hace memoria del Resucitado: cada “ocho días” proclaman su palabra y distribuyen su cuerpo y sangre. Él nos pidió que hiciéramos esto en memoria suya. La primera lectura de este domingo, tomada del capítulo 5 de los Hechos de los Apóstoles, nos habla de una comunidad que se reunía y contagiaba entusiasmo: “Crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor”. Donde hay comunidades que vibran con su fe, el Señor suscita conversiones y adhesiones.

Desde hace casi 20 años, por expreso deseo de san Juan Pablo II, el segundo Domingo de Pascua –antes conocido como Domingo in albis– se llama también Domingo de la Divina Misericordia. Los claretianos celebramos el Día Mundial de la Misión Claretiana. Se acumulan, pues, los motivos de meditación, celebración y compromiso. Si a esto añadimos que en España se celebran hoy las elecciones generales, el último domingo de abril se presenta como un superdomingo cargado de estímulos. Yo lo pasaré en la misión de Yhú, compartiendo la fe con esta buena gente paraguaya. Mañana saldré para Chile.



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