jueves, 18 de abril de 2019

La cena puede esperar

Llegué a Bariloche ayer a mediodía después de un vuelo de dos horas y media desde Buenos Aires. El paisaje del incipiente otoño y la temperatura fresca me ayudaron a prepararme para el triduo pascual. Después de compartir almuerzo y conversación con el obispo claretiano del lugar, salí con dos compañeros hacia la misión de Ingeniero Jacobacci. Fueron 200 kilómetros por una pista de tierra –la ruta 23 que solo en algunos tramos estaba asfaltada. Nos alejamos de las montañas y nos internamos en la inmensa estepa patagónica. Enseguida cayó la noche. En el cielo apareció una luna oronda, intensa, pascual. Las estrellas brillaban con fuerza porque en esos parajes, hechos de llanuras interminables y cerros suaves, no hay contaminación lumínica de ninguna clase. 

El camino transcurría con buen humor hasta que, pasado el pueblo de Comallo, nos encontramos con un coche detenido en un borde de la pista. Junto a él, un matrimonio de mediana edad contemplaba la rueda trasera izquierda. Estaba completamente destrozada. No llevaban rueda de repuesto. La de nuestro Toyoya 4x4 no servía para su pequeño Ford. No lo dudamos. Subimos al matrimonio a nuestro vehículo y regresamos a Comallo, donde decían tener unos conocidos. El hombre, albañil de profesión, regresó al cabo de unos minutos con una rueda en sus manos. Volvimos al lugar donde había dejado el viejo coche con las luces de posición encendidas para evitar que otro vehículo pudiera chocarse contra él en la noche patagónica. Fueron 40 kilómetros (entre ida y vuelta) por una ruta polvorienta. El reloj corría. El frío se iba haciendo notar.

La operación de cambio de rueda no dio resultado porque, aunque el hombre se había asegurado de que fuese un modelo con cuatro anclajes, no conseguimos encajarla. La noche avanzaba. La temperatura rondaba ya los cero grados. En ese paraje no hay cobertura de móvil. El matrimonio decidió quedarse en el lugar. Llevaban cobijas (mantas) en su coche. Nos pidió que avisásemos a la policía del puesto más cercano. Así lo hicimos. Ellos se encargaron de avisar a sus colegas de Comallo para que acudieran en su rescate. Nos sentamos a la mesa de nuestra pequeña casita de Ingeniero Jacobacci al filo de la medianoche. La cena estaba preparada desde las 8,30 de la tarde. Otro compañero nos estaba esperando con los platos puestos en la mesa.

Hoy es Jueves Santo. Los cristianos de todo el mundo recordamos la última cena de Jesús. Hablamos de Eucaristía, ministerio ordenado y amor fraterno. Siguiendo lo que hizo Jesús con sus discípulos, incorporamos a la misa in coena Domini el rito del lavatorio de los pies. De esta forma –tres en uno– nos preparamos para el solemne triduo pascual en el que celebramos la muerte, sepultura y resurrección del Señor Jesús. Durante los últimos años, estas fiestas me han coincidido en Roma. Este año estoy en un rincón perdido de la Patagonia argentina. Hay abundancia de silencio, horizonte y frío. Tengo la impresión de que mi Jueves Santo se ha anticipado un día. Lo vivido la pasada noche en el camino de Bariloche a Ingeniero Jacobacci me hizo entender mejor que el verdadero significado de la cena de Jesús –y, por tanto, de todas nuestras cenas eucarísticas– es prepararnos para dar nuestra vida por los demás, para convertirnos en pan entregado. Mis compañeros me dijeron que en las interminables rutas patagónicas es normal que los viajeros se detengan cuando ven a alguien con problemas. Ayer no fue así. De hecho, pasaron algunos vehículos que no lo hicieron. A nosotros nos supuso un retraso de casi cuatro horas. Alteró nuestros planes, nos impidió participar en un encuentro con jóvenes, pero ¿quién tiene cuajo para dejar a un pobre matrimonio en medio de la estepa con un coche averiado?

Pienso en todos los amigos que leéis a menudo este Rincón. Os imagino en los lugares más dispares: en mi pueblo natal, en Roma, en pueblos y ciudades de todo el mundo. Algunos estaréis empeñados en tareas pastorales. Otros estaréis disfrutando de unos días de vacaciones. Tal vez algunos viváis estos días sin pena ni gloria. Cualquiera que sea la situación en la que nos encontramos, el Señor Jesús nos invita a una cena muy especial. Quiere hablarnos al corazón sin multiplicar las palabras. A nosotros, hombres y mujeres orgullosos, celosos de nuestra intimidad, nos va a pedir que nos descalcemos. Antes de que podamos reaccionar, va a tomar una jofaina y nos va a lavar los pies. Nosotros no vamos a saber cómo reaccionar. Ya el hecho físico de descalzarnos nos indica que, si queremos reconocer al Señor, necesitamos librarnos de muchos prejuicios y rutinas. Solo desnudos, descalzos, estamos en condiciones de que su piel roce la nuestra. Solo así notaremos el contacto del agua rodando por nuestros pies. Si somos capaces de no mirar hacia otro lado, habremos comprendido qué significa creer, amar y esperar. Sin ningún esfuerzo discursivo, habremos comprendido que si Jesús, el Maestro, el Señor, hace eso con nosotros, nuestra vida no va a tener ningún sentido a menos que nosotros hagamos lo mismo con los demás. Lavar los pies es una profesión que ha caído en desuso porque a todos nos interesa dominar, no servir. Y, sin embargo, es la verdadera profesión del cristiano.

La noche patagónica, un Jueves Santo anticipado al miércoles, me ha hecho intuir todas estas cosas. Es como si en una especie de flash inesperado hubiera entendido de otra manera mi ministerio sacerdotal, el significado del amor fraterno y el sacramento por excelencia: la Eucaristía. Las tres realidades forman un triángulo indivisible, un complejo vitamínico para nuestra fe mortecina. Antes de acostarme, le di gracias a Dios por haberme introducido en el triduo pascual metiéndome de lleno en una versión actualizada de la parábola del buen samaritano. Mis compañeros me dieron una gran lección que espero no olvidar.

1 comentario:

  1. Gonzalo, gracias por compartirlo... Es como una cadena, unos hechos te ayudan a introducirte en el triduo pascual y compartiendolo, también nos ayudas a poder vivirlo desde otra perspectiva... Gracias por el testimonio de tu vocación sacerdotal... Unidos en la oración... Un abrazo

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