jueves, 22 de octubre de 2020

Mi recuerdo de san Juan Pablo II

La Iglesia de Roma celebra hoy la memoria obligatoria de san Juan Pablo II. Me ha tocado presidir la Eucaristía matutina de mi comunidad a las 6,45. En la homilía he recordado tres encuentros de los varios que tuve con san Juan Pablo II. El primero fue en 1982. Estudiaba yo entonces en la Universidad Gregoriana de Roma. Me inscribí en el Congreso Teológico Internacional de Pneumatología que se organizaba en el Vaticano con motivo del 1600 aniversario del Concilio de Constantinopla y el 1500 aniversario de Concilio de Éfeso. El tema del Congreso, celebrado del 22 al 26 de marzo, fue Credo in Spiritum Sanctum. El último día, que era viernes, nos visitó Juan Pablo II y nos dirigió un discurso. Al final, pudimos saludarlo personalmente. Me impresionó su figura, su voz bien timbrada, su energía (a pesar de que casi un año antes había sufrido un atentado que estuvo a punto de costarle la vida) y ¿por qué no decirlo? – su distancia. Cuando te estrechaba la mano, no te miraba a los ojos. Siempre se fijaba en el siguiente. Con mis 24 años, sentí al mismo tiempo admiración (por sus dotes extraordinarias y su innegable carisma) y tristeza (por su aparente frialdad). Después supe que, en realidad, era una persona cercana y aun dicharachera en las distancias cortas, pero yo no experimenté eso en mi primer encuentro. En noviembre de ese mismo año pude haber sido ordenado sacerdote por él en Valencia, durante su primera visita pastoral a España, pero adelanté la ordenación al mes de junio por motivos académicos.

La segunda vez debió de ser a finales de los años 80. Tuve la gracia de poder celebrar la Eucaristía con él en su capilla privada (de hecho, lo pude hacer en varias ocasiones). Antes de saludarlo personalmente y de intercambiar algunas frases con él, permaneció varios minutos arrodillado en un reclinatorio, dando gracias a Dios. Esta vez, su figura atlética en actitud de profunda oración me conmovió. Casi podría decir que desprendía un aura de santidad. Me pareció un hombre de Dios, totalmente engolfado en el misterio divino. Cuando le dije que trabajaba en el campo de la formación, me dijo: “Così giovane?” (¿Tan joven?). En otros momentos en que pude verlo presidiendo algunas ceremonias en el Vaticano o en diferentes lugares, me dio la misma impresión. Parecía que no estaba en este mundo. Su manera de creer y de orar era contagiosa. Quizá por eso emanaba de él un fuerte magnetismo que atraía a muchos. Recuerdo que una vez, viajando de Roma a Hong Kong, compartí el vuelo con un muchacho siciliano que me confesó abiertamente que él seguía creyendo en Dios gracias al testimonio de Juan Pablo II, con quien se había encontrado en la Jornada Mundial de la Juventud del año 2000 en Tor Vergata, Roma. Otros muchos jóvenes podrían decir algo parecido. Juan Pablo II sabía conectar con las búsquedas y anhelos de las nuevas generaciones. Estaba convencido de que Jesucristo es el verdadero “redentor” (palabra que hoy apenas se usa) del ser humano. De hecho, su primera encíclica (1979) se tituló Redemptor hominis (Redentor del hombre). Por eso, repetía con tanta frecuencia, casi gritando: “¡No tengáis miedo, abridle las puertas a Cristo!; más aún, ¡abrídselas de par en par!”.

La última vez que me encontré con él fue el 8 de septiembre de 2003, año y medio antes de su muerte. Fue en su residencia estival de Castelgandolfo. Estaba ya muy enfermo. El párkinson había hecho estragos en su antes robusta salud. De hecho, no pudo leer el discurso que había preparado para los participantes en el XXIII Capítulo General de los Claretianos. Pude saludarlo con cariño. Me pareció un abuelo frágil. Tuve la impresión de que podía morir en cualquier momento. Entendí aquel beso como una despedida. Sabía que estaba ante un santo, aunque todavía no estuviera canonizado. Los meses que siguieron hasta su muerte, acaecida el 2 de abril de 2005, fueron un continuo sufrimiento. El mismo que había imitado al Jesús que con voz enérgica anunciaba el Evangelio por todo el mundo, lo imitaba ahora en su oración en Getsemaní y en su sufrimiento en la cruz. Pocas veces ha acudido tanta gente a Roma como el día de su funeral. Muchas personas de todo el mundo vieron en él a un hermano y un padre en tiempos de gran confusión. Es cierto que no faltaban detractores que lo acusaban de arrastrar actitudes de un ambiente anticomunista (como si uno pudiera escoger el lugar de nacimiento), de ser muy conservador (lo que no me parece cierto), de haber querido liquidar la teología de la liberación, de no controlar la curia romana, de arropar a personas moralmente repugnantes (como Marcial Maciel) y de otras muchas cosas. La historia se encargará de aclarar asuntos que todavía hoy son confusos y, en su caso, de dilucidar responsabilidades. Pero me parece que, en medio de esas tormentas, él supo siempre guiarse por la brújula de Jesús y por la estrella de la mañana, María, su gran amor. Un santo no es un hombre sin defectos, sino una persona que sabe ponerse en manos de Dios y dejarse conducir por él

San Juan Pablo II, ruega por nosotros. ¡Ayúdanos a seguir creyendo en Jesucristo como Redentor de los seres humanos, como centro del cosmos y de la historia!



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