sábado, 17 de octubre de 2020

La carta de Tiziano

Creo que, desde que leí hace años El niño que jugaba con la luna – las memorias del cantautor Aimé Duval (1918-1984) – no había vuelto a experimentar un vuelco semejante al que me ha producido la lectura de la carta de Tiziano Ferro publicada ayer en el número 42 del semanario italiano 7. Es probable que muchos lectores de este Rincón no sepan que Aimé Duval fue un jesuita francés, famoso en los años 50 y 60 del siglo pasado. Armado con su guitarra, llegó a dar más de 3.000 conciertos en 44 países. Fue conocido como “el Brassens con sotana”. Tiziano Ferro, nacido en 1980, es sobradamente conocido en su Italia natal, en España y en Latinoamérica. Además de ser los dos cantautores de éxito, tienen otra cosa en común: ambos son (o han sido) alcohólicos. Tanto el libro de Aimé Duval como la breve carta de Tiziano Ferro son dos testimonios impresionantes de lo que le sucede a una persona cuando es adicta al alcohol (o al juego, al sexo, etc.). O de lo que le sucede antes y le empuja a buscar refugio en el alcohol. El caso de Duval queda lejos en el tiempo. El de Tiziano Ferro es muy actual. Los dos tienen el valor de invitarnos a acompañarlos en su bajada a los infiernos. Perdido el falso pudor que durante mucho tiempo los llevó a ocultar su problema, exhiben una enorme humildad y libertad interior que resulta catártica y contagiosa.

Tiziano Ferro ya no bebe. Su sobriedad actual no es tanto el resultado de una decisión voluntarista, cuanto el fruto de una nueva manera de entenderse a sí mismo y de afrontar la vida. Traduzco un párrafo de su carta abierta: “No bebo porque ya no necesito anestesiar nada. He decidido sentir pena, molestia, desencanto, desilusión, pero también placer, alegría, euforia, regocijo, delirio. Porque rendirse a falsos sentimientos y sensaciones ficticias es la muerte, primero del alma y luego del cuerpo. Esto es la muerte por alcoholismo. Es algo que no puede ser contado. Nadie lo dice, nadie lo ve”. Obligado a exhibir siempre una imagen de triunfador, no tuvo oportunidad de ser él mismo, de vivir todas las caras de la vida sin tener que fingir nada. 

Sus fans – y, en el fondo, él mismo – lo obligaron a ser quien no era. Tenía suficientes cualidades como para gustar a los demás, pero no se gustaba a sí mismo. Lo cuenta así en su carta: “No me buscaban a mí, no lo sabían, buscaban a otro, buscaban al borracho. Y ese no borracho no era tan amable, ni estaba siempre dispuesto a responder y lanzarse. Era un perdedor de pueblo que hacía un buen trabajo a sus ojos, que tenía también una buena cantidad de dinero, aunque no supiera cómo usarlo, que tenía más de treinta y menos de cuarenta años, físicamente bien (pongamos un 5,5, según los estándares estéticos llenos de preconceptos; un 2,5 en mi opinión), que había tenido menos sexo que el promedio de sus compañeros heterosexuales y mucho, mucho menos sexo que sus compañeros homosexuales. Un perdedor de provincias que también tenía altas las transaminasas. Tal vez las transaminasas fueron mis únicos aliados reales en ese momento; desde luego, los más sinceros”.

¿Dónde estaba Dios mientras Aimé Duval (sacerdote) y Tiziano Ferro (laico) se encerraban en su habitación junto a una botella de licor? Estaba siempre con ellos, sufría con ellos, luchaba con ellos, pero ellos no lo percibían. Tiziano Ferro lo cuenta así: “Con la sobriedad, he recuperado mi memoria, mi vista también, ciertamente mi relación con la espiritualidad, y no hablo de la religión. He recuperado al Dios que me explicaron cuando era niño. El Dios que siempre estaba ahí. Lo había aparcado en algún lugar de mi memoria junto con las palabras de los más devotos sacerdotes, los que me hablaron de Jesús, el profeta de la igualdad y la misericordia, los que me hablaron de las lágrimas de María en su desesperación ante su hijo crucificado. Eso era Dios para mí. Así que ahora rezo, rezo para que la vida vaya a donde quiera. No negocio con Dios, sólo pido encontrar la fuerza para enfrentar cada situación, como venga”. 

Me pregunto si esta confesión no refleja lo que nos puede suceder a todos cuando nos liberamos de las adicciones que atenazan nuestra vida, incluida la adicción a la mediocridad y la rutina, cuando decidimos ser nosotros mismos sin depender del juicio ajeno, cuando nos atrevemos a vivir la vida sin guion, dejándonos llevar por su flujo inexplicable. Si Dios es el Padre de la vida, difícilmente vamos a descubrirlo cuando nos negamos a vivir y nos conformamos con ser fotocopias de modelos que tienen poco que ver con el misterio único que cada uno somos. Quienes como Aimé Duval y Tiziano Ferro – han probado en sus carnes el vacío que produce la dependencia del alcohol y se han atrevido a compartir su experiencia, nos están ayudando a saborear la vida en su complejidad sin necesidad de recurrir a estimulantes o anestésicos.

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