viernes, 16 de octubre de 2020

Transparentes

La corrupción es una lacra social que mina a las personas y las instituciones. Por eso, quienes aspiran a mantener la credibilidad o a recuperarla, si la han perdido, abogan por la transparencia. En muchos países existen leyes de transparencia que obligan a las instituciones, comenzando por la jefatura del Estado, a una rendición de cuentas completa, clara y regular. Algo parecido está intentando el papa Francisco con las finanzas del Vaticano. Los recientes escándalos muestran que todavía queda un largo trecho por recorrer. Ser transparentes significa que no ponemos obstáculos para que pase la luz y podamos ver la realidad como es. Es verdad que se habla mucho de la transparencia de las instituciones políticas, sociales, educativas, eclesiásticas, etc., pero todo comienza por la transparencia de las personas. No es nada fácil dejar que entre la luz en nuestra celda interior. Todos albergamos almacenes oscuros donde se amontonan envidias, celos, resentimientos, negligencias, etc. Quisiéramos vivir en la luz porque somos hijos de la luz, pero no nos libramos del “peso de la carne”; es decir, de la tendencia al mal. Y, como nos enseñan los maestros espirituales, al mal espíritu le gusta el doble lenguaje, el secretismo, la hipocresía y, en definitiva, la oscuridad.

Cuando nos preguntamos qué podríamos hacer por mejorar este mundo, por contribuir a descontaminarlo un poco, hay una respuesta que los maestros en el Espíritu siempre nos dan: sé transparente, deja que la luz de Dios traspase tus contornos. Las personas transparentes, sin doblez, por el mero hecho de ser como son, están ya siendo un reflejo de la gloria de Dios. No es necesario que hagan grandes cosas. No mejoran el mundo a base de acciones y proyectos, sino simplemente siendo. Dejan que la llama de Dios que todos llevamos en nuestro santuario interior ilumine el espacio en el que viven, no la cubren con el lienzo de un yo demasiado hinchado. 

A la literatura y al cine les gusta explorar las zonas oscuras de los seres humanos. La mayoría de escritores y cineastas repiten con frecuencia que el mal es más literario y cinematográfico que el bien. Por desgracia, las historias de mal que nos brinda la actualidad superan siempre la ficción más imaginativa. La fuente de inspiración nunca se seca. Abundan historias de venganzas, intrigas, robos, abusos, chantajes, violaciones, torturas y asesinatos. Siguiendo el lenguaje de Pablo, podríamos decir que la materia prima de muchos creadores son las obras de la carne: “fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, discordia, envidia, cólera, ambiciones, divisiones, disensiones, rivalidades, borracheras, orgías y cosas por el estilo” (Gal 5,1921). Estamos saturados de producciones que bucean en este fondo oscuro. A los creadores les gusta decir que de esta manera tocan la carne humana desnuda, sin el papel celofán de las buenas intenciones o los convencionalismos sociales. No dudo de que en muchos casos sea necesario descender a estos infiernos para explorar nuestra condición humana.

Pero nunca tendríamos que olvidar que somos hijos de la luz, llamados a la transparencia. Por fuertes e insidiosas que sean las “obras de la carne”, el Espíritu de Jesús inunda el mundo con sus frutos. Pablo también les pone nombre: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí” (Gal 5,22-23). Después de enumerar estos nueve frutos, Pablo añade una conclusión: “Contra estas cosas no hay ley. Y los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con las pasiones y los deseos. Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu” (Gal 5,23-25). Marchar tras el Espíritu significa quitar todo aquello que tapa la luz, hacer todo lo posible por que nuestra casa interior sea transparente. Los hombres y mujeres de luz iluminan cualquier relación que emprenden, aportan calor, entusiasmo, confianza, alegría. En estos tiempos de pandemia, en los que sentimos la tentación de encerrarnos en nosotros mismos por miedo al contagio, necesitamos la presencia de personas transparentes que dejen ver los frutos de Espíritu que albergan en su interior. Por eso, los buenos contemplativos (hombres y mujeres) son tan necesarios en nuestro mundo, porque, aunque no hagan muchas cosas, transparentan la gloria de Dios, se convierten en faros en medio de la oscuridad, en reflejo del Espíritu que sigue empujando nuestro mundo hacia el encuentro definitivo con Dios.

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