lunes, 9 de septiembre de 2019

¿Museo o laboratorio?

Ayer murió Camilo Sesto en Madrid. Tenía 72 años. Era casi más conocido, admirado e imitado en Latinoamérica que en su España natal. No sé si es verdad, pero he leído que Andrew Lloyd Weber, el autor de la ópera rock Jesus Christ Superstar, decía que la única adaptación de su obra que estaba a la altura de la original era la que hizo Camilo Sesto en 1975. En su momento, la escuché muchas veces. Me sabía varios números de memoria. Hay otras muchas canciones que lo hicieron famoso, pero yo me quedé con su versión rockera de Jesucristo. Hace unos pocos días murió en condiciones extrañas la medallista olímpica Blanca Fernández Ochoa. Tenía solo 56 años. Descansen ambos en paz. Cada uno en su campo (la música o el deporte), alcanzaron cotas muy altas. Sus vidas fueron complejas y algo atormentadas. Son solos dos muertes de personajes famosos, pero es como si el mes de septiembre se hubiera estrenado con una abultada sección de obituarios. Comprendo que destacar a una persona en detrimento de otra es algo muy subjetivo. Los medios lo hacen en virtud del impacto social. Camilo Sesto y Blanca Fernández eran más conocidos en el ámbito español que otras muchas personas que han fallecido en estos mismos días. Sin embargo, para sus familiares y amigos cada persona que muere es única, incomparable a las demás.

Me gustaría escribir algo sobre mi primera semana en la India, pero prefiero dejarlo para más adelante. Hoy vuelvo mis ojos a Europa. Contemplando la bulliciosa ciudad de Bangalore, llena de empresas informáticas de alto nivel; visitando nuestro complejo académico de Jalahalli con alrededor de 8.000 jóvenes estudiantes; echando un vistazo a los desplazamientos geoestratégicos de nuestro mundo globalizado, caigo en la cuenta de que nuestro viejo continente va perdiendo fuelle, si es que no lo ha perdido del todo. Quizás me he contagiado de los sentimientos de pérdida que produce la acumulación de muertes, pero tengo la impresión de que Europa cada vez se parece más a un museo (no quiero decir cementerio) que a un laboratorio. Fue un centro de creatividad en los siglos pasados, pero no se puede vivir siempre de las rentas como los viejos hidalgos venidos a menos. No me extraña que los jóvenes con más talento e inquietud emigren a Estados Unidos, Canadá, Australia y otros lugares en los que se piensa más en el futuro que en el pasado. ¿Qué está haciendo Europa, por ejemplo, en el campo de las comunicaciones, dominado por Estados Unidos y algunos gigantes asiáticos? Quizás el hecho mismo del envejecimiento demográfico demuestra a las claras que Europa se ha cansado de ser vanguardia, de ensayar nuevos caminos, de buscar respuestas creativas a los muchos problemas que hoy tiene la humanidad. Quizás por eso las obras que produce están cargadas de pesimismo. Los autores prefieren buscar en el fondo oscuro del alma humana antes que abrir vías luminosas. El interés que muchos tienen por la eutanasia (y hasta por el suicidio) no es más que el último peldaño moral de este cansancio de vivir. Es como si hubiéramos perdido el mapa y no tuviéramos ya el más mínimo interés en encontrarlo.

Si renunciamos a ser un “laboratorio” de nuevas propuestas, solo nos queda explotar nuestra condición de “museo”. En este punto, ningún continente puede competir con Europa. Tantos siglos de civilización han producido una cantidad ingente de obras científicas, artísticas y literarias. Hay museos por todas partes. Pero un museo nos remite más al pasado que al futuro. Nos ayuda a entender de dónde venimos, pero se requiere algún impulso nuevo para saber a dónde vamos. Quizás se necesita un periodo de otoño-invierno cultural y moral antes de que llegue una nueva primavera. No sería la primera vez que sucede algo semejante en nuestra historia. Mientras tanto, no conviene dormirse en los laureles, sino dejarse fecundar por el genio de las muchas personas que llaman a las puertas y que sueñan con labrarse un futuro mejor en nuestro continente. Estoy convencido de que son portadoras de semillas de novedad que en su momento producirán sus frutos. Pero también en este punto la política europea es errática. Oscilamos entre la represión y la indiferencia. ¿No tendrán las comunidades cristianas, incluyendo sus pensadores, científicos y artistas, sacar de la bodega de la fe nuevos impulsos para ensayar el futuro? La Iglesia puede ser ese laboratorio en el que testar las propuestas que pueden renovar el continente, comenzando por la integración de los migrantes y siguiendo por la promoción de la investigación en todos los campos científicos y artísticos, evitando estar siempre como a la defensiva.



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