domingo, 22 de septiembre de 2019

Amigos antes que dinero

Casi han llegado al mismo tiempo el otoño del hemisferio norte (la primavera en el hemisferio sur) y el XXV Domingo del Tiempo Ordinario. Roma amanece bajo una lluvia persistente. Necesitábamos el agua tras un verano demasiado seco y caluroso. Todo invita al recogimiento. Confieso que soy un enamorado del otoño. Pero no es cuestión de ponerse románticos, sino de abrir los oídos del corazón para escuchar lo que nos tiene preparado la Palabra de Dios. El Evangelio de este domingo nos presenta una de las parábolas más enigmáticas de Jesús. Me encanta la parábola del administrador sagaz porque rompe los esquemas a los que estamos acostumbrados. Jesús elogia a un tipo que parece comportarse como un corrupto cualquiera. ¿Por qué? Porque cuando siente que el amo lo va a despedir, negocia con los deudores. Pero la cosa no es como a primera vista parece. Jesús no defiende la corrupción sino la sagacidad. Veamos de qué va la historia.

En vez de quedarse con el porcentaje que a él le hubiera correspondido en concepto de comisión por su trabajo como administrador, revierte esa ganancia en los propios deudores, con lo cual ellos se quedan contentos y agradecidos. Y ya se sabe que de amigos contentos y agradecidos se puede esperar siempre algún favor. Cuando el administrador se quede de patitas en la calle, es muy probable que alguno de estos amigos lo reciba en su casa o le proporcione un nuevo empleo. En realidad, no ha robado a nadie. Simplemente, ha hecho una buena operación de ingeniería contable, renunciando a algo a lo que tenía derecho. El administrador fue astuto —dice Jesús— porque entendió que debía apostar no tanto a los productos (aceite o trigo) cuanto a los amigos. Los productos son perecederos; los amigos auténticos permanecen para siempre. En definitiva, el administrador sagaz supo renunciar a lo primero (una ganancia material efímera) para conquistar lo segundo (una ganancia afectiva duradera). Jesús alaba su sagacidad a la hora de tomar la opción correcta: “Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz”.

¿Dónde está la moraleja de esta parábola extraña? Creo que en estas palabras de Jesús: “Y yo os digo: ganaos amigos con el dinero de iniquidad, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas.” (Lc 16,9). Esta es la frase más importante del Evangelio de hoy. Sintetiza toda la enseñanza de la parábola. El administrador se da cuenta de que el dinero a que tiene derecho por su trabajo se puede devaluar (es pan para hoy y hambre para mañana); por eso, decide apostar todo en sus amigos. Pierde a corto plazo, pero gana pensando en el futuro. No es difícil saltar del plano de la parábola al plano de la vida. En el fondo, lo que Jesús nos invita a hacer es una elección por lo que realmente vale la pena en la vida porque es duradero (Dios, los amigos, la familia, etc.) y no tanto por lo que es efímero (el dinero). 

Lo dice con una frase que cierra el Evangelio de hoy y que se ha convertido casi en un eslogan: “Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero”. Cada uno tiene su lógica. La lógica del dinero es clara. Es como si hubiera dentro de nosotros una vocecita que nos dijera: “No seas tonto, engaña, verás lo bien que te va. Ahorra, no compartas demasiado, que nunca se sabe lo que puede pasar. Disfruta lo que puedas con tus bienes”. La lógica de Dios, por el contrario, nos susurra otra dirección: “Lo que tienes no es tuyo, eres un mero administrador. Comparte con quienes necesitan más que ti. No te fíes demasiado de los bienes porque tu vida no depende de ellos”. Es evidente que no podemos seguir ambas lógicas al mismo tiempo. En otras palabras: no podemos encender una vela a Dios y otro al dinero.

Por si fuera poco, en la primera lectura de hoy se nos presenta un mensaje perturbador. El profeta Amós, un pastor del sur de Israel, es –perdóneseme la expresión– una “pulga cojonera” en tiempos del rey Jeroboán II (mediados del siglo VIII antes de Cristo). Israel está viviendo uno de los periodos más prósperos de su historia. Parece que todo va bien. La gente disfruta. Corre el dinero. Pero, en realidad, los que disfrutan son los ricos. Hay muchos pobres que lo están pasando mal. Amós, aun a riesgo de su vida, no se calla. Denuncia el origen de las riquezas de muchos con palabras que hacen temblar: “Venden al pobre por dinero y al pobre por un par de sandalias; revuelcan en el polvo al débil y no hacen justicia al indefenso” (Am 2,6-7). 

Muchos siglos más tarde, san Juan Crisóstomo, un padre de la Iglesia del siglo IV, llegará a hacer un diagnóstico que levanta ampollas: “El rico es ladrón o hijo de ladrones”. Lo que viene a decir es que, solo con un trabajo honrado, nadie se hace rico, que la riqueza desmedida casi siempre (me atrevo a introducir un casi mitigador) implica alguna injusticia o, por lo menos, un aprovechamiento de los más pobres. Si Amós levantara la cabeza vería que en esta economía capitalista en la que vivimos, lo que él denunciaba en el Israel del siglo VIII antes de Cristo, es el pan nuestro de cada día. No hemos avanzado gran cosa. Jesús nos invita a abrir los ojos y a señalar claramente nuestras prioridades, pero el brillo del dinero sigue seduciéndonos. ¡Qué le vamos a hacer! En el goce está la penitencia. Algún día –quizá cuando ya sea demasiado tarde– se nos abrirán los ojos y nos daremos cuenta de nuestro error. Si miramos a los ojos a quienes no tienen lo necesario, es muy probable que nos despertemos antes.


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